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jueves, 2 de septiembre de 2010

La concepción moral de Jean-Marie Guyau a través del análisis de dos de sus obras (primera parte)

Apéndice II de La ética y la moral:

La concepción moral de Jean-Marie Guyau
a través del análisis de dos de sus obras
[1]







1°) Esbozos de una moral sin obligación ni sanción (1885).

Imaginemos un navío en la tempestad, subiendo y descendiendo sobre la cresta de las olas; la línea que sigue podría ser representada mediante una serie de curvas, en la que una rama señala la dirección del abismo y la otra la superficie de las aguas: si en un momento del trayecto, la curva descendiente se lo llevase definitivamente, sería el índice de que el barco se hunde y va a naufragar. Lo mismo ocurre en la vida, zangoloteada entre las olas del placer y del dolor; si se representan esas ondulaciones mediante líneas y la línea del dolor se alarga más que la otra, es que zozobramos. El trazado que la sensación imprime en nuestra conciencia no es más que una figura representando la marcha misma de la vida; y la vida, para subsistir, debe ser una perpetua victoria del placer sobre el dolor (Jean-Marie Guyau Esbozos de una moral sin obligación ni sanción, p. 39-40).

Los budistas tienen razón al decir que la vida es dolorosa; pero se olvidan de que también es placentera, y lo más importante: que los placeres necesariamente superan a los dolores.

En lo moral, como en lo físico, el ser superior es aquel que une la sensibilidad más delicada a la voluntad más fuerte; en él, el sufrimiento es, sin duda, más vivo, pero provoca una reacción de la voluntad más viva todavía; sufre mucho, pero, asimismo, obra más, y como la acción es siempre goce, éste domina generalmente a su pena (ibíd., p. 40).

El individuo maniacodepresivo está en el último escalón de la evolución humana.

Llegamos a la conclusión de que cierta dosis de felicidad es una condición misma de la existencia. [...] una raza pesimista, y que realizara de hecho su pesimismo, es decir, que aumentara mediante la imaginación la suma de sus dolores, una raza tal, no subsistiría en la lucha por la existencia. Si la humanidad y las otras especies animales subsisten, es, precisamente, porque la vida no es demasiado mala para ellas. Este mundo no es el peor de los mundos posibles, porque, en definitiva, existe y perdura. Una moral del aniquilamiento, propuesta a un ser viviente cualquiera, parece, pues, un contrasentido. En el fondo, es una misma razón la que hace la existencia posible y deseable (p. 42).

Los placeres superiores, que toman cada día mayor parte en la vida humana --placeres estéticos, placer de razonar, de aprender y de comprender, de investigar, etc.-- requieren mucho menos de las condiciones exteriores, y son mucho más accesibles a todos que los placeres netamente egoístas. La felicidad de un pensador o de un artista, es una felicidad barata. Con un pedazo de pan, un libro o un paisaje, se puede gustar un placer infinitamente superior al que experimenta un imbécil en un coche blasonado tirado por cuatro caballos.
Estos placeres son, pues, a la vez más íntimos, más profundos y más gratuitos (sin serlo siempre enteramente). Tienden a dividir a los seres mucho menos que los placeres inferiores.
Así, por una evolución natural, el origen de una gran parte de nuestros placeres, parece volver a pasar del exterior al interior. El sujeto sensible puede hallar en su propia actividad, y a veces independientemente de las cosas, una variada fuente de goces. ¿Podrá deducirse de aquí, que se encerrará en sí mismo y se bastará como se bastaba el sabio estoico? Lejos de ello: los placeres intelectuales se distinguen por ser a la vez los más interiores del ser y los más comunicativos, los más individuales y los más sociales. Reunid a pensadores o estetas (siempre que no existan rivalidades personales entre ellos), se estimarán con mucha mayor rapidez y siempre más profundamente que otros hombres; reconocerán de inmediato que viven en el mismo mundo, el del pensamiento, se sentirán de una misma patria. Ese lazo que se establecerá entre ellos ligará también su conducta y les impondrá en sus relaciones recíprocas una especie de obligación particular, es un lazo emocional, una comunidad producida por la armonía completa o parcial de sensibilidades y pensamientos.
Los placeres humanos, a medida que avanzamos, parecen tomar un carácter cada vez más social y sociable. La idea llega a ser una de las fuentes esenciales de placer. Ahora bien, la idea es una especie de contingente común a todas las cabezas humanas, es una conciencia universal donde están más o menos reconciliadas las conciencias individuales. Al aumentar la parte de la idea en la vida de cada uno, resulta que la parte de lo universal aumenta y tiende a predominar sobre lo individual. Las conciencias se hacen, pues, más penetrables. El que llega hoy al mundo está destinado a una vida intelectual mucho más intensa que hace cien mil años, y, sin embargo, a pesar de esta intensidad de su vida individual, su inteligencia se encontrará, por decirlo así, mucho más socializada; poseerá mucho menos propio, precisamente porque es mucho más rica. Lo mismo en lo que se refiere a su sensibilidad (pp. 103-4-5).

Un ejemplo característico de sentimiento moral impulsivo o irreflexivo, nos ha sido proporcionado por los pobres obreros en una calera de en los Pirineos: habiendo descendido uno de ellos al horno para enterarse de no sé qué desperfecto, cayó asfixiado; otro se precipita a socorrerlo y cae. Una mujer, testigo del accidente, pide ayuda; otros obreros acuden.
Por tercera vez un hombre desciende al horno incandescente y sucumbe instantáneamente. Un cuarto, un quinto, saltan y sucumben. No quedaba más que uno; este avanza y se dispone a saltar, cuando la mujer que se encontraba allí, se aferra a sus vestiduras y, medio loca por el terror, lo retiene en el borde.
Tiempo después, habiéndose trasladado el tribunal al lugar de los hechos para levantar el sumario, se interrogó al sobreviviente acerca de su irreflexiva abnegación, y, al intentar demostrarle gravemente un magistrado la irracionalidad de su conducta, dio esta respuesta admirable: «Mis compañeros se morían; era preciso ir allí» (pp. 108-9).

Este sentimiento moral impulsivo e irreflexivo es el que denota con mayor grado de veracidad la condición ética en la que se halla realmente un individuo. No todos los individuos valientes son a la vez buenos[2], pero todos los buenos son necesariamente valientes, y es precisamente la valentía, la hombría de bien, lo que más salta a la vista en el ejemplo antedicho y lo que casi no aparece dentro de la conducta de muchos teóricos de la moral entre los que yo estoy presente.
Pero no. No sé si es tan así. Presiento que este tipo de individuos son tan buenos para salvar a sus compañeros en desgracia como también serían buenos, en potencia, para colocarse una bomba en el pecho y entrar con ella a la embajada de un país enemigo. Son los kamikazes de la ética. No estoy negando con esto la bondad intrínseca del que se comporta heroicamente, sólo digo que no basta una actitud heroica para deducir instantáneamente la moralidad del individuo interviniente.
Hay que ser valiente, pero también inteligente para discernir los lugares, los tiempos y las circunstancias correctas que nos posibiliten desarrollar nuestra valentía, y también hay que amar al prójimo concientemente para que nuestro amor nos impida utilizar nuestra valentía en contra de otros seres.

Cualquiera que se analice excesivamente, es necesariamente desdichado (p. 125).

¿Será?

Es preciso ver si el peligro, aun independientemente de toda idea de obligación moral, no es un medio útil al desarrollo de la vida misma, un excitante poderoso de todas las facultades, capaz de llevarlas a su máximo de energía, y capaz también de producir un máximo de placer (p. 133).

No se puede disfrutar de la vida sin exponer nuestro estado físico a un permanente peligro. La búsqueda de la seguridad a cualquier precio es uno de los tantos factores que contribuyen a que las sociedades actuales sean aburridas e infelices.

Un grupo de monos acaba de descubrir a un cocodrilo con el cuerpo oculto en el agua y la gran boca abierta a fin de atrapar al que pase a su alcance; parecen ponerse de acuerdo, se aproximan poco a poco y comienzan su juego, siendo por turnos actores y espectadores. Uno de los más ágiles, o de los más imprudentes, llega, de rama en rama, hasta una respetuosa distancia del cocodrilo, se suspende por una pata, y, con la destreza de su raza, avanza, se retira, tan pronto golpeando con una pata a su adversario, como simulando hacerlo. Otros, divertidos por ese juego, quieren tomar parte; pero, como las otras ramas estaban demasiado elevadas, forman la cadena, sosteniéndose unos a otros suspendidos por las patas; de esta forma se balancean, mientras que el que está más próximo al anfibio, lo atormenta a su gusto. A veces, la terrible mandíbula se cierra, pero sin atrapar al audaz mono: entonces se producen gritos de alegría y brincos; pero a veces, una de las patas es alcanzada por la boca del cocodrilo, y el volatinero es arrastrado bajo las aguas con la velocidad del rayo. Entonces toda la bandada se dispersa lanzando gritos y gemidos, lo que no les impide volver a comenzar el juego algunos días, y, quizás, hasta algunas horas después (Henri Mouhot, Viaje por los reinos de Siam y de Camboya, citado por Guyau en la p. 134).

En los animales superiores, el instinto de conservación se ve frecuentemente opacado por el instinto de aventura, lo que a mi criterio indica que para ellos el vivir es un detalle anecdótico: sólo les interesa el placer que puedan experimentar mientras viven. Lo que rara vez hacen los monos es adaptar este instinto aventurero para ponerlo al servicio del instinto de conservación de la especie, o sea, procurarse el placer del peligro pero a través del instinto de riesgo utilitario, cosa que sí saben hacer muy bien los hombres.
La especie humana, poco a poco, dejará de ser guerrera, pero no por eso se volverá cobarde. En vez de arriesgarse para matar a alguien, se arriesgará por salvarlo[3].
Hagamos notar que el placer de la lucha se transforma sin desaparecer, ya se trate de la lucha contra un ser animado (guerra o caza), contra obstáculos visibles (mar, montaña), o contra cosas invisibles (enfermedades que sanar, dificultades de todo género a vencer). La lucha toma siempre el mismo carácter de duelo apasionado. El médico que parte para el Senegal está comprometido a una especie de duelo con la fiebre amarilla. La lucha pasa del dominio de las cosas físicas al intelectual sin perder nada de su ardor y de su exaltación. Puede pasar también al dominio propiamente moral: hay una lucha interior de la voluntad contra las pasiones tan cautivante como cualquier otra, y en la que la victoria produce una alegría infinita (pp. 135-6).

¿Comprendéis ahora por qué Jesús dijo que no venía a traernos paz, sino espada?
Guyau coincide conmigo acerca del futuro del instinto de riesgo utilitario:

El hombre tiene necesidad de sentirse grande, de tener por instantes conciencia de la sublimidad de su voluntad. Esta conciencia la adquiere en la lucha: lucha contra sí mismo y contra sus pasiones, o contra obstáculos materiales e intelectuales. Ahora bien, esta lucha, para satisfacer la razón, debe tener un objeto. El hombre es un ser demasiado racional como para aprobar plenamente a los monos de Camboya que juegan por placer con la boca de los cocodrilos; la embriaguez del peligro existe por momentos en cada uno de nosotros, aun en los más tímidos, pero este instinto del peligro exige ser puesto en acción más razonablemente. [...] La necesidad del peligro y de la lucha, a condición de ser utilizados por la razón, adquiere una importancia moral tanto más grande cuanto que es uno de los raros instintos que no tienen dirección fija: puede ser empleado sin resistencia para todos los fines sociales (p. 136).

Y dos páginas más adelante asegura que

aun en el fondo de la mayoría de los criminales, se halla un instinto precioso desde el punto de vista social y que sería preciso utilizar: el instinto de aventura.

¡Qué desperdicio que gente tan valiente como los chorros se pudra en las cárceles! El sistema judicial suele ser el símbolo de la victoria de los cobardes sobre los valientes.

La sociedad religiosa (y toda moral absoluta parece la última forma de la religión), esa sociedad enteramente unida por una comunidad de supersticiones, es una forma social de las antiguas épocas, que tiende a desaparecer y que sería extraño tomar por ideal. Los reyes se van; los sacerdotes se irán también (p. 155).

Amén. Que se vayan los sacerdotes y que vengan los santos. La vida de Francisco de Asís fue más fructífera que la de todos los papas juntos.

En general, lo que llamamos justicia es una noción completamente humana y relativa; sólo la caridad o la piedad (sin la significación pesimista que le da Schopenhauer) es una idea verdaderamente universal, que no puede ser limitada o restringida por nada (p. 169).

¿Justicia distributiva? ¡Mecachis!: les doy todo a los pobres. ¿Ojo por ojo y diente por diente? ¡Mecachis!: tengo dos mejillas, y una todavía está sin golpear. El único tratado de Derecho en el que se contempla el significado real, no humano, de la palabra justicia, está en el Evangelio.

Si se prescinde de la utilidad social, ¿qué diferencia habrá entre el crimen cometido por el asesino y el crimen cometido por el verdugo? Este último ni siquiera tiene, como circunstancia atenuante, alguna razón de interés personal o de venganza; el homicidio legal resulta completamente más absurdo que el ilegal. El verdugo imita al asesino, como otros asesinos lo imitarán a él mismo, sufriendo a su vez esa especie de fascinación que ejerce el asesinato y que, prácticamente, hace del cadalso una escuela del crimen. Es imposible ver en la «sanción expiadora» algo semejante a una consecuencia racional de la falta; es una simple secuela mecánica, o, para decirlo mejor, una repetición material, una copia cuyo modelo es la falta (p. 175).

Para cualquiera que no piense con los tobillos resulta claro que castigar a los criminales por sus crímenes es un acto tan injusto como el crimen mismo que han cometido. Sin embargo, hay pensadores que, admitiendo esto, suponen que la sanción es necesaria por su utilidad social. Yo creo que tal utilidad social de las cárceles es ilusoria, y dediqué ya varias páginas del libro cuarto de mi diario a intentar esclarecer este asunto[4].

Es preciso reemplazar la justicia estrecha y completamente humana, que rehusa el bien a quien es ya bastante desdichado como para ser culpable, por otra más amplia que dé a todos el bien, y que ignore, no solamente con cuál mano lo da, sino también cuál lo recibe (pp. 181-2).

¡Desdichado de ti, querido Guyau, por haber vivido en una sociedad que no te comprendía!

En el fondo, el deseo de ver castigado al «culpable» parte de un «natural bueno». Se explica, sobre todo, por la imposibilidad del hombre para permanecer inactivo, indiferente ante un mal cualquiera; desea intentar algo, tocar la llaga, ya sea para cerrarla o para aplicarle un revulsivo, y su inteligencia es seducida por esa simetría aparente que nos ofrece la proporcionalidad del mal moral y el mal físico. No sabe que es una de esas cosas que vale más no tocar. Los primeros que hicieron excavaciones en Italia, y que hallaron varias Venus con un brazo o una pierna de menos, experimentaron esa indignación que nosotros sentimos aún hoy ante una voluntad mal equilibrada: quisieron reparar el mal, colocar un brazo tomado de otra parte, añadir una pierna; hoy, más resignados y más tímidos, dejamos las obras maestras tal cual están, soberbiamente mutiladas; nuestra admiración hacia las más bellas obras se produce también con algún sufrimiento: pero preferimos más sufrir que profanar. Este sufrimiento ante un mal, ese sentimiento de lo irreparable, debemos experimentarlo con mayor fuerza todavía ante el mal moral. Únicamente la voluntad interior puede corregirse eficazmente a sí misma, como sólo los lejanos creadores de las Venus de mármol podrían devolverles esos miembros pulidos y blancos que han sido rotos; nosotros estamos constreñidos a la cosa más dura para el hombre: a aguardar el porvenir. El progreso definitivo casi no puede provenir más que del interior de los seres. Los únicos medios que podemos emplear son todos indirectos (la educación, por ejemplo). En cuanto a la voluntad misma, precisamente debería ser sagrada para aquellos que la consideran libre o, por lo menos, espontánea: no pueden intentar intervenir en ella sin contradicción y sin injusticia (pp. 187-8).

Para comenzar a construir sobre las ruinas de algo es menester ante todo demoler ese algo hasta que no quede nada. Si nuestra justicia tuviese al menos uno que otro principio justo, podríamos construir sobre ella, hacerle agregados a la construcción original para que crezca como una planta, desde sus raíces. Pero nuestra planta está ya podrida; preciso es arrancarla de la tierra y plantar una nueva, una que dé frutos comestibles y no rosas con espinas. Yo y mi amigo Guyau nos especializamos de arrancar la malayerba, otros vendrán luego a preparar y abonar el suelo, más tarde llegarán los que plantarán la semilla y, por fin, llegarán los nuevos cristianos encargados de regar el árbol naciente. De regarlo con su sangre si fuera el caso, pero nunca con la sangre de los criminales.

Sigamos la marcha de la sanción penal a través de la evolución de las sociedades. En su origen, el castigo era mucho más fuerte que la falta, la defensa superaba al ataque. Irritad una fiera, os destrozará; atacad a un hombre de mundo, os responderá con un rasgo de ingenio; injuriad a un filósofo, no os responderá nada. Es la ley de economía de la fuerza la que produce ese suavizamiento creciente de la sanción penal. El animal es un resorte groseramente regulado cuya distensión no es siempre proporcional a la fuerza que la provoca; igual ocurre con el hombre primitivo y también con la penalidad de los primitivos pueblos. Para defenderse contra un agresor se lo aplastaba. Más tarde se aperciben de que no hay necesidad de castigar tan duramente; tratan de que la reacción reflejada sea exactamente proporcional al ataque; es el período resumido en el precepto: ojo por ojo, diente por diente --precepto que expresa un ideal todavía infinitamente elevado para los primeros hombres, un ideal al que, nosotros mismos, hoy día, estamos muy lejos de haber llegado completamente, aunque lo superemos desde otros puntos de vista. Ojo por ojo, es la ley física de la igualdad entre la acción y la reacción que debe regir un organismo perfectamente equilibrado y que funcione de una manera muy regular. Sólo con el tiempo se apercibe el hombre de que no es útil, ni siquiera para su conservación personal, que la pena infligida sea absolutamente proporcional al sufrimiento recibido. Tiende, pues, y lo hará cada vez más en el porvenir, a disminuir la pena; economizará los castigos, las prisiones, las sanciones de toda clase; son gastos de fuerza social perfectamente inútiles por cuanto sobrepasan el único fin que lo justifica científicamente: defensa del individuo y del cuerpo social atacado. Hoy día, se reconoce cada vez más que hay dos maneras de herir al inocente: 1) herir al que es absolutamente inocente; 2) herir demasiado al culpable. El rencor mismo, el odio, el espíritu de venganza, ese empleo tan vano de las facultades humanas, tienden a desaparecer para dejar lugar a la comprobación del hecho y la búsqueda de los medios más racionales para impedir que se repita. ¿Qué es el odio? Una simple forma del instinto de conservación físico, el sentimiento de un peligro siempre presente en la persona de otro individuo. Si un perro piensa en algún niño que le ha tirado una piedra, un mecanismo natural de imágenes asocia actualmente para el a la idea del niño, la acción de arrojar la piedra: he ahí la cólera y el rechinar de los dientes. El odio ha tenido, pues, su utilidad y se justifica racionalmente en un estado social poco avanzado: era un precioso excitante del sistema nervioso y, por intermedio de éste, del muscular. En el estado social superior, en que el individuo no tiene ya necesidad de defenderse por sí mismo, el odio no tiene ya sentido. Si uno es robado, se queja a la policía; si es lastimado, pide indemnización por daños y perjuicios. En nuestra época ya no hay más quien pueda experimentar odio, fuera de los ambiciosos, los ignorantes o los tontos (pp. 193-4-5).

Excelente pasaje; pero para mí, quien se queja a la policía o pide indemnización por daños y perjuicios, aunque no llegue a odiar, igual entra en el rubro de los ambiciosos, los ignorantes y los tontos.

Hasta ahora no he visto nunca el relato de ningún hecho con alcance tan significativo. El hecho es un pequeño perrito, cruza de sabueso y perro lobo. Estaba en la edad en que, para su especie, comienza lo serio de los deberes de la vida social. Autorizado para elegir domicilio en mi gabinete de trabajo, se portaba con frecuencia indignamente. Como tutor inflexible, yo siempre le hacía ver lo horrible de su conducta, lo llevaba rápidamente al patio y lo hacía parar sobre las patas de atrás mirando a un rincón. Después de una espera que variaba de acuerdo a la importancia del delito, lo hacía volver. Esta educación le hizo comprender bastante rápidamente ciertos artículos del código de civilización... canina, hasta el punto de que pude creer que se había corregido de su costumbre a olvidarse de las conveniencias. ¡Oh decepción! Un día, al entrar en una habitación, me hallo frente a un nuevo desaguisado. Busco a mi perro para hacerle sentir toda la indignidad de su reincidencia; no está allí. Lo llamo, no viene. Bajo al patio..., estaba allí, parado, en el rincón, con las manos tristemente caídas sobre su pecho, con aire contrito, avergonzado, arrepentido. Me desarmó (Joseph Delboeuf, citado por Guyau en la p. 193).

La fuerza del crimen suele superar a la fuerza de voluntad del criminal, que ya de por sí es menor que la del hombre normal. Está tan dentro suyo que delinque incluso siendo conciente del castigo al que se arriesga; lo toma como un accidente de trabajo en el que cualquier día puede caer, y como los criminales son por lo general bastante valientes, la idea de la sanción no les impide cometer canalladas. ¿Les impedía a los piratas lanzarse a la mar la idea de que tal vez perecieran en la próxima refriega? ¿Dejan los criminales de matar en los Estados Unidos, siendo concientes de que cientos de ellos (en especial los inmigrantes) mueren por año en ejecuciones legales o ilegales? La cleptomanía no es más que la clara autoconcienciación de lo que a la mayoría de los criminales le sucede.
Voy a terminar de hojear este libro tan sabio como poco conocido, y terminaré transcribiendo el alegato que Guyau hace desde las pp. 199-200 y 201, en donde justamente habla de la casi necesidad que tienen los grandes hombres de ser poco conocidos para el grueso de la gente. Más que alegato, esto parece una profecía; y más que profecía, a mí se me hace que ya es realidad:

La estimación pública y la popularidad, tienden a perder su importancia con la marcha misma de la civilización. Entre los salvajes, un hombre popular es un dios o poco menos; en los pueblos civilizados, es todavía un hombre de talla sobrehumana, un «instrumento providencial»; llegará un momento en que será para todos un hombre y nada más. El delirio de los pueblos por los Césares o los Napoleones desaparecerá gradualmente; ya hoy, el renombre de los hombres de ciencia nos parece el único verdaderamente grande y perdurable; ahora bien, como estos son admirados por la gente que los comprende, y sólo pueden ser comprendidos por un pequeño número, su gloria estará restringida a un pequeño círculo. Perdidos en la marea creciente de las cabezas humanas, los hombres de talento se habituarán, pues, a no necesitar para persistir en sus trabajos más que de la estimación de muy pocos y de la suya propia. Se abrirán un camino aquí abajo y lo abrirán para la humanidad, impulsados más por una fuerza interior que por el atractivo de las recompensas. A medida que avanzamos, sentimos con más intensidad que el nombre de un hombre se convierte en poca cosa; sólo nos preocupamos por eso a causa de una especie de puerilidad consciente; pero la obra es, para nosotros mismos, como para todos, lo esencial. Las altas inteligencias, mientras trabajan casi silenciosamente, deben ver con alegría a los pequeños, a los ínfimos, a los que no tienen nombre ni mérito, tener una parte cada vez mayor en las preocupaciones de la humanidad. Nos esforzamos mucho más hoy día por suavizar la suerte de los que son desgraciados, o hasta culpables ya, que por colmar de beneficios a quienes tienen la dicha de ocupar el primer rango en la escala humana: por ejemplo, una ley nueva que concierne a los pobres o al pueblo, podrá interesarnos más que tal acontecimiento ocurrido a un alto personaje; en otro tiempo era todo lo contrario. Las cuestiones individuales y los beneficios al mérito de tal o cual individuo desaparecerán para dejar lugar a las ideas abstractas de la ciencia o al sentimiento concreto de la piedad y la filantropía. La miseria de un grupo social atraerá mucho más la atención, se deseará más todavía aliviar a los que sufren que recompensar de una manera brillante y superficial a los que han obrado bien. La justicia distributiva --que es una justicia completamente individual, completamente personal, una justicia de privilegio (¡si ciertas palabras protestasen cuando se las junta con otras!)-- debe, pues, reemplazarse por una equidad de un carácter más absoluto y que, en el fondo, no es más que la caridad. Caridad para todos los hombres, cualquiera sea su valor moral, intelectual o físico, tal debe ser el último fin perseguido hasta por la opinión pública.
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[1] Análisis incluidos en mis Citas y notas, noviembre de 1998 y abril de 1999.
[2] Ver anotaciones del 17/9/8, p. 287.
[3] Lo que yo entiendo por riesgo utilitario figura en mis anotaciones del 5/9/97, que a continuación transcribo parcialmente:

Llamo instintosis [...] a la exageración patológica de los instintos biológicos, patología que se presenta únicamente en los seres humanos por estar el resto del reino animal impedido en mucha mayor proporción que el hombre del poder de racionalizar o emocionalizar sus impulsos básicos. Un mono, por ejemplo, deambulará por la selva en busca de un árbol bananero movido por su sano instinto de alimentación, y una vez encontrada la planta y saciado su apetito se retirará a descansar o a realizar cualquier otra actividad, pero nunca tenderá, a menos de tener este individuo en particular un principio de instintosis pura (una acentuación del instinto no debida a la interferencia de la razón o las emociones), nunca tenderá este mono a recolectar los frutos que han quedado en el banano para luego proceder a guardarlos en lugar seguro y así evitar que otro ser que a diferencia de él no ha saciado aún su apetito se los devore y lo ponga en la incomodidad de no poder contar en el futuro con una provisión segura de nutrientes, teniendo así que tomarse la molestia de ubicar otro árbol para poder alimentarse. El mono, por no saber tomar los recaudos del caso, se arriesga a sufrir de inanición e incluso a perecer por ella; pero digo yo, ¿qué sería de este simio si no tuviese la necesidad de buscar su alimento cotidiano, si no necesitase agudizar sus sentidos, ejercitar sus músculos, movilizarse dramática pero excitantemente día tras día en esas exploraciones que son su vida misma? El hombre que ha caído víctima de una instintosis en esta materia (en mayor o menor grado todos la padecemos) lleva una vida similar a la de un mono de zoológico: nunca sufrirá los tormentos del hambre, pero tampoco experimentará nunca la sensación única de vivir no en el límite, que ya es pedir mucho, sino a unos cuantos metros de la frontera entre la vida y la muerte; no conocerá los efectos extáticos que los ríos de adrenalina le provocan al espíritu cuando éste les abre sus cauces. Vivirá más cómodo y seguro que los demás, pero no mejor, porque es mejor el hambre que el hastío. Un mono encerrado no se suicida porque es mono y como tal no piensa en lo emocionante que para él no es su trepar por los árboles en busca de bananas; pero un hombre, encerrado ya no por extranjeros sino por su propio deseo en esa estrecha cárcel mental que le impide vivir una vida digna de ser vivida, una vida emocionalmente sublime como no podría vivirla el mono, ¿cómo hace ese hombre para no pensar en lo que se pierde y no pegarse un coherente tiro en la cabeza?
El hombre de hoy siente muy dentro suyo la necesidad de ser una pequeña cucaracha que a campo traviesa desafía los pisotones de la muerte. Los menos osados pretenden suplir su exceso de previsión y la consecuente carencia de riesgos mirando una película de Rambo o paseando en una montaña rusa, pero al final siempre caen en la cuenta de que la ilusión de identificarse con el héroe televisivo es una quimera, y que las emociones criadas en parques de diversiones, así como cualquier emoción a cuyo derecho se accede por dinero, son harto insípidas al paladar del buscador de aventuras. Y después están los otros, los que sabiamente claudican ante la fuerza de su instinto de riesgo y vencen el miedo que produce la instintosis de la previsión, pero que no disciernen la diferencia que hay entre arriesgarse uno mismo y poner en riesgo a los demás, y así van con sus motocicletas japonesas y sus autos deportivos en busca de la esquina que los matará, pero que también matará a otros que no tenían nada que ver con eso. Puede haber incluso gente lo suficientemente valiente y lo suficientemente buena como para burlarse de su instintosis previsional sin provocar con ello un peligro para el prójimo, como quienes se tiran en caída libre desde un avión o escalan el Aconcagua. Admiro a esta clase de gente, lo admito; pero ¿alguien les ha comentado a estos señores que la emoción que experimentan en el riesgo por el riesgo mismo es como un huevo de codorniz al lado del huevo de avestruz que representa la emoción del riesgo utilitario, del riesgo que nos sirve para salvar nuestra propia vida, y el éxtasis: el arriesgarse por salvar la vida de otros, por salvar cualquier vida que peligra? ¡Cuántos litros de adrenalina adulterada se consumen hoy en día!... […]
[4] Ver la sección XI del presente Apéndice.

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