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miércoles, 9 de marzo de 2011

Ser cristiano a todo trance (a propósito de un ensayo de Gustave Thibon)

¡Ah, Thibon, Thibon…! ¡Y cómo se te esfuma tu cristianismo todo cuando tienes que defender los intereses del mundo, de tus corporaciones y de tu patria en contra de los intereses del mundo de los valores!
Gustave Thibon, traído a colación hace poco cuando hablábamos de la sublimación, era un pensador que se decía cristiano, y yo también pensaba que lo era, hasta que caí en la cuenta de que no era cristiano sino meramente católico, es decir, caricatura de cristiano. En efecto, ¿cuál es la piedra de toque que distingue al verdadero cristiano del cristiano acomodaticio? El sermón de la montaña, sin dudas. Quien no transija en este punto, grandes posibilidades tendrá de poder adjudicarse el título de auténtico seguidor de las enseñanzas de Jesús; quien no quiera someterse a este “gran escándalo del Evangelio” –como lo llamaba Papini-- y elabore ingeniosos sofismas para librarse de él, ése haría mejor servicio a su reputación si tildase de loco a Jesús en vez de glorificarlo por un lado y a la vez censurarlo en el nudo mismo de su doctrina.
Thibon, desde luego, no se atreve a censurar explícitamente a Jesús, pero lo censura subrepticiamente cuando afirma, por ejemplo, que “en la lucha consigo mismo, con la naturaleza, con sus semejantes es como el hombre templa su espíritu” (Nietzsche, o el declinar del espíritu, apéndice II). Ciertamente que se templa el espíritu guerreando, pero la misión del buen cristiano no es templar su espíritu sino purificarlo, y nadie se purifica cortando cabezas o troncos de árboles. Bien les viene a los instrumentos de acero el proceso de templado, pero nosotros no somos cuchillos ni yunques, ni nos conviene aspirar a serlo. La lucha consigo mismo, esa es la única que al cristiano interesa, porque es la única que Jesús puso en práctica. “La mayor parte de las civilizaciones –continúa Thibon-- tuvieron origen a través de combates y conquistas, como el grano germina en tierra arada”. Y así está, así está la civilización actual, germinada a través de guerras y no a través de amor y dulzura. Este ensayo se escribió poco después de haber concluido la Segunda Guerra Mundial, la guerra “más infernal de la historia” en palabras de Thibon; ¿y cuál fue la causa –la causa formal, si se requiere precisión aristotélica-- de dicho conflicto, si no el espíritu guerrero y combativo que los nórdicos alemanes vienen entrenando desde hace siglos y siglos y que ya tienen incorporado como un propio instinto? Bien templados están los alemanes en la guerra, y mientras continúen así, y mientras pensadores como Thibon aprueben estas templaduras, el statu quo imperante desde siempre, que impone la necesidad de una guerra tras otra luego de más o menos importantes intervalos, continuará desarrollándose sin estorbos. Asegura Thibon que la mayoría de los que adhieren al ideal pacifista lo hacen movidos por una actitud viciosa y no virtuosa:

¿Es de veras amigo de la paz este ser estrafalario y cobarde que a nadie contradice en sociedad, pero que, siempre que puede irritarse sin miedo a nadie (en familia sobre todo), es el más insoportable de los hombres? […] ¿O ese invertebrado que, con la flexibilidad de los líquidos, se casa con todos los caracteres y todos los acontecimientos? Estas diversas conductas pueden muy bien por compensación adornarse con los hermosos nombres de bondad, indulgencia o tolerancia: en realidad no son otra cosa que el fruto de la cobardía, del amor al descanso y a lo más fácil, del escepticismo, de la indiferencia ante el bien o el mal.

Todos concordamos en que “ese ser estrafalario y cobarde” carece de virtuosismo y es un pacifista por conveniencia y no por convicción o por imposición axiológica; esto es claro, pero lo que hay que determinar, lo que interesa verdaderamente, es si este cobarde acomodamiento a las circunstancias conlleva mayor inmoralidad o ineticidad que el asesinato en masa que un soldado produce. Thibon, en este punto --como en tantos otros, para su desgracia--, no duda: “El cobarde está más lejos del santo que el defensor de la guerra”. ¿Y cómo diferenciar al pacifista de corazón de aquel que es pacifista por pura cobardía? Sencillo:

Cuando el hombre de paz se nos presenta con menos vitalidad que el hombre de guerra, hay razón para pensar que no reside en él la verdadera paz.

¿Es ésa la clave, la vitalidad? ¡Cómo se te ha pegado, amigo Gustavo, la filosofía de Nietzsche que te habías empecinado en estudiar y criticar! Lo que va a favor de la vitalidad, parece decir Thibon, es éticamente deseable; lo que carece de vitalidad, de fuerza visible, de empuje animal, es vicio y cobardía. Si un exceso de vitalidad nos empuja a la guerra, ¡que nos empuje! Mejor que nos empuje por una causa noble, pero aun guerreando por una causa injusta obraremos mejor que sentados en nuestra silla y paralizados por el miedo. ¡Cobarde! parece ser, para Thibon, el anatema por excelencia, quedando el grito de ¡asesino! casi fuera de las tabulaciones axiológicas de este adorador del Papa, porque el asesinato noble es para él más una virtud que un vicio
[1]. “Esta paz que consiste en descansar en la mediocridad o en el pecado y en pactar con el mal fue maldecida por Nuestro Señor cuando dijo: No he venido a traer la paz, sino la guerra”. ¿A esa guerra se refería, a la guerra entre pueblos o entre naciones? ¿Y entonces por qué no guerreó Jesús a favor de su pueblo y en contra de los romanos tal como se lo pedían a gritos sus camaradas? Me dirá Thibon que Jesús no guerreó contra los romanos porque tenía el alma pura y no necesitaba de la guerra para “templarse”, pero ¿por qué no permitió entonces que sus camaradas, que bien impuros estaban porque querían guerrear, satisficieran esos “benditos” impulsos? ¿Por qué amonestó a Pedro cuando sacó su espada y le cortó la oreja al romano? Bien claro está, para cualquier investigador del Evangelio que no esté cegado por oscuros sectarismos, que la guerra o la espada que dice Jesús venir a traer es guerra interior, es espada interna contra nuestros propios vicios y debilidades, nunca lucha externa contra un enemigo de carne y hueso. Y si alguna vez “luchó” contra un enemigo exterior, apaleando a los mercaderes del templo e insultándolos de arriba abajo, fue porque se puso loco y no pudo resistir el embate de la pasión y del odio, demostración la más acabada posible del temperamento bien terrestre de aquel que algunos juzgaban divino: errar es humano.
Y perdonar es divino. ¿Es divino? No para Thibon:

Yo no me vengo. ¿Procedo así por inclinación a la tranquilidad y miedo a los golpes, o bien por amor a quien me ofendió? ¿Practico esa “virtud” en razón de mi yo carnal y separado, o bien por un alma en comunión con el universo y con Dios? No hay más que un criterio: si yo estuviera seguro de que las consecuencias del perdón me iban a traer más trabajos y sufrimientos que las de la venganza, ¿perdonaría aún? Si es así, debo perdonar; pero si no, sería más sincero, humanamente hablando, vengarse.

No se trata de sinceridad, sino de ser fiel o infiel a las enseñanzas de Jesús. Si tenemos que esperar a que un sentimiento de amor hacia quien nos está golpeando o robando la billetera nos invada, de cierto os digo que nunca perdonaremos a nadie, porque amar al enemigo es cosa prácticamente sobrehumana, hay que estar ya en las puertas de la santidad para que un sentimiento así se apodere de nosotros. “Entrégale tu túnica al ladrón sin odiarlo”, sería una interpretación del mandamiento evangélico más acorde a nuestra imperfecta naturaleza humana. Mas si el odio surge, ¿qué hacer? ¿Perseguir al caco para recuperar nuestra bienamada posesión y romperle la cabeza por el atrevimiento? No parece ser ésa la opción que Jesús aprobaría. Hay que contenerse. Si nos contenemos por cobardía, somos personas despreciables, en esto concuerdo con Thibon; pero si nos contenemos por convicción cristiana, o mejor, motivados internamente por la virtud de la continencia, el odio mermará, y para la próxima vez que nos asalten tal vez ya estemos en condiciones de no odiar a los ladrones y de ofrecerles, además de nuestra túnica, nuestra capa.
Leamos a Max Weber:

El Sermón de la Montaña, entendido como la ética absoluta del Evangelio, es una cosa mucho más seria de lo que creen quienes tanto citan estos mandamientos. Con esta ética no se juega. Puede decirse de ella lo mismo que se afirma de la causalidad en la ciencia: no es un carro que se detiene cuando uno quiere y al cual nos subimos o del cual nos bajamos cuando se nos antoja. Esa ética es una cuestión de todo, o bien nada en absoluto; ése es justamente su sentido, si es que queremos obtener de ella algo más que trivialidades. (La política como profesión, “Ética absoluta y ética política”).

Una cuestión de todo o nada, ese es el espíritu sencillo y tajante de aquellos breves párrafos del Evangelio. Thibon se sube y se baja del sermón de la montaña con la misma presteza y desenfado que un infante excitado del carrusel de la plaza. Afirma Weber, como deberían afirmar todos aquellos pensadores que tienen algo más de un gramo de lógica en la cabeza, que hacer política en concordancia con la ética de Jesús es algo completamente imposible. Thibon quiere en todo momento politizar el Evangelio, contemporizarlo con su propio mundo, que no es el mundo de la religión y el espíritu sino el de los bienes temporales, el de las naciones y las guerras. Quiere un imposible. O defendemos la guerra y soltamos el Evangelio, o defendemos la guerra y el Evangelio a la vez, y entonces soltamos la lógica. Esta última fue la opción de Thibon, opción impuesta seguramente por sus intereses eclesiásticos y partisanos. Pero soltar la lógica en estas cuestiones… equivale a la muerte del pensamiento. Gustave Thibon, como pensador, ya no me merece demasiado respeto.

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[1] Según mi propia escala de valores, la cobardía es, junto con el consumismo, el mayor entre los denominados vicios relativos. Pero el sadismo metódico es el rey, el pináculo de los vicios todos, porque es vicio absoluto, fiel contracara de la virtud suprema representada por la bondad inteligentemente activa (ver anotaciones del 8/9/8). El asesino mercenario o patriota que se esconde bajo el casco del soldado actúa en la mayoría de los casos motivado por ese morboso placer de hacer daño.

martes, 8 de marzo de 2011

La tristeza del intelectual que no llega

Vuelvo al diario de Renard, y a la etapa de su vida en que supuso que todos sus esfuerzos artísticos serían vanos:


Paso por un momento muy malo. […] Más que nunca me doy cuenta de que no sirvo para nada, de que no llegaré a nada, y estas líneas que escribo me parecen pueriles, ridículas, y sobre todo absolutamente inútiles. […] Sé que este estado de ánimo no durará y que volveré a tener esperanzas y valor, que realizaré nuevos esfuerzos. ¡Ojalá estas confesiones me sirvieran para algo! […] ¿Por qué este balanceo del alma, este vaivén de nuestros anhelos? Nuestras esperanzas son como las olas del mar: cuando se retiran dejan allí al desnudo un montón de residuos nauseabundos, de conchillas infectas y de cangrejos olvidados, cangrejos morales y malolientes que se arrastran de través para volver de nuevo al mar. ¡Qué estéril es la vida de un intelectual que no llega! Dios mío, soy inteligente, es evidente que lo soy más que otros, puesto que no me duermo cuando leo La tentación de San Antonio, pero esta inteligencia es como el agua que corre, inútil e ignorada, en la que no se ha instalado aún un molino. Justamente, yo no he encontrado todavía mi molino. ¿Llegaré a encontrarlo alguna vez? (entrada del 17/3/1890).


No dudaba Renard del valor intelectual de su trabajo, pero dudaba de su valor cultural; sabía que lo suyo era bueno, pero no sabía cómo hacer para que los demás también lo supieran. Y esa situación, la de ser una bomba de succión que, incansable pero inútilmente, chupa en el vacío, puede tornarse desesperante. “¡Que estéril es la vida de un intelectual que no llega!” Pero él llegó. Y vaya si llegó: su diario íntimo es uno de los más leídos en la historia de ese género literario.

Yo también chupo en el vacío, yo también me siento parte de una poderosa correntada que pasa de largo sin revolucionar molino alguno. Mas no te inquietes, Cornelio: aguas abajo, muy abajo, aparecerán los benditos molinos que tu empuje habrá de mover. Molinos grandes, inmensos, pesadísimos, como esas viejas vueltas al mundo de los parques de diversiones. ¡Se necesitaba tanta energía para revolucionar tamaños mastodontes!

Y sin embargo… ¡qué pueriles, ridículas e inútiles pueden terminar siendo estas líneas que escribo! Porque hoy es hoy, y el hoy dicta que todo este monumento virtual es invisible a cualquier ojo que no sea el mío. Y ¿cómo sacarme de la cabeza el convencimiento de que no sirvo para nada? Nada es lo que soy para el mundo, y para mí mismo… ¡Nada!
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domingo, 6 de marzo de 2011

La dureza de Nietzsche y la del Che

He aquí al máximo apologista de la dureza, de la dureza por la dureza misma, completamente incondicionada:

«¡Por qué tan duro! --dijo en otro tiempo el carbón de cocina al diamante--;
¿no somos parientes cercanos?» ¿Por qué tan blandos? Oh hermanos míos, así os
pregunto yo a vosotros: ¿no sois vosotros mis hermanos? ¿Por qué tan blandos,
tan poco resistentes y tan dispuestos a ceder? ¿Por qué hay tanta negación,
tanta renegación en vuestro corazón? ¿Y tan poco destino en vuestra mirada? Y si
no queréis ser destinos ni inexorables: ¿cómo podríais vencer conmigo? Y si
vuestra dureza no quiere levantar chispas y cortar y sajar: ¿cómo podríais algún
día crear conmigo? Los creadores son duros, en efecto. Y bienaventuranza tiene
que pareceros el imprimir vuestra mano sobre milenios como si fuesen cera.
Bienaventuranza, escribir sobre la voluntad de milenios como sobre bronce, más
duros que el bronce, más nobles que el bronce. Sólo lo totalmente duro es lo más
noble de todo. Esta nueva tabla, oh hermanos míos, coloco yo sobre vosotros:
¡endureceos! (Friedrich Nietzsche, Así hablaba Zaratustra).


Y he aquí, en contraposición, a don Ernesto “Che” Guevara, a una persona de acción, no de ideas, una persona dura en serio, no dura en teoría como Nietzsche y que sin embargo pensó en la dureza de un modo más clarividente (¡y aforístico!), porque la ubicó en su justo lugar, bien humilde y subordinada: “Hay que endurecerse, pero sin perder la ternura jamás”.

¡Endureceos!, nos implora Federico mientras enloquece de compasión abrazando a un quebrantado caballo. Que les sirva de lección a los pensadores del futuro: no hay que ser cabeza dura.

martes, 1 de marzo de 2011

Vivir

Morir joven, dejar un cuerpo hermoso... ¿Vale la pena? No. Vivir. ¡Vivir! Hasta las últimas consecuencias. Incluso arrastrándose como un perro paralítico. Eso es filosofía.