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jueves, 21 de julio de 2011

Contra la vacunación (parte II)

Pienso que el famoso microbio, explicativo de todos los males, y al cual la medicina contemporánea da tanta importancia, debe ser y no puede ser otra cosa que la más sutil mentira del viejo Enemigo. ¿De qué se trata, en efecto, sino de "probar" que todas las causas mórbidas son naturales y no ESPIRITUALES, como siempre lo creyeron los hombres en quienes habitaba el Dios viviente? Los filósofos "han visto" al microbio, lo han visto con ojos de asombro. Pero esos buenos señores, después de tanto esfuerzo, no han llegado a comprender que esa es la forma que tomó para ellos el mismo Príncipe del mal, el viejo Demonio, que fue un Espíritu celeste. No han llegado a comprender que su microbio es el último disfraz de la Desobediencia.
León Bloy, El mendigo ingrato, 29/5/1892

Alguien se preguntará si, llevando al extremo mi espíritu de consecuencia, soy capaz de apologizar, junto con la hepatitis, al virus del sida. Ciertamente sí, sí soy capaz --aunque dudo de que mi apología convenza a la mayoría de los sidosos.

Todo aquel que presentare conductas de riesgo relacionadas históricamente con el contagio del virus VIH, tiene para consigo mismo y para con su prójimo la obligación moral de realizarse periódicamente un análisis de sangre que le indique si está o no infectado. Si no lo está, se sentirá aliviado y continuará con su licenciosa vidurria matizada de promiscuidades venéreas, excesos digestivos, tabaquismo, alcoholismo y/o drogadicción, vida que más tarde o más temprano lo sumirá en una degradante decadencia y posterior fallecimiento. Que podrá ser corporal o sólo espiritual, pero que no dejará nunca de ser una defunción. No sucederá lo mismo con quien reciba un "reactivo" como respuesta de sus temores. Esta persona, si es consciente de su potencial de vida, sabrá que aún el virus, por haberse detectado a tiempo, es perfectamente controlable y erradicable siempre y cuando adopte de ahí en adelante las medidas higiénicas más estrictas, sobre todo las relacionadas con la nutrición, el ejercicio y el aire puro. Así será que gracias al VIH, el individuo habrá modificado sustancialmente su estilo de vida; habrá pasado de ser un hombre devorado por los apetitos de la carne a ser alguien con dominio de sí mismo... y con salud. Sí, con más salud que la que tenía cuando no tenía VIH.

Esto en cuanto a los que se contagiaron por causa de sus pervertidos procederes, pero ¿qué hay de los hemofílicos, o de quienes se afeitaron con una navaja extranjera, o de los recién nacidos contagiados de sus madres? Pues hay lo mismo, con la única diferencia, con la única ventaja, de que no tendrán que batallar contra una carnalidad en desboque; pasando de una vida medianamente higiénica como la que llevaban a una vida de higiene impoluta, los trastornos que puede conllevar la portación del VIH les pasarán por completo inadvertidos, y hasta conjeturo que si efectuasen un ayuno extremo, de esos que nos dejan a las puertas mismas de la muerte por inanición, terminarían de plano y en pocos días con un problema que otros, los que desdeñan la higiene y se refugian en la medicación farmacológica, cargan durante años, si es que siguen vivos como para cargarlo. Es un procedimiento, este del ayuno extremo, delicadísimo y harto riesgoso, pero quien no arriesga no gana. La cobardía, la pusilanimidad, el poco aguante --junto con la ignorancia, claro está--, llevan de la mano al virus, lo pasean por toda nuestra anatomía y lo prohíjan.

Por último están los infectados que, por carecer de recursos o por no saber emplearlos, no pueden adoptar las medidas higiénicas de rigor para temperar los síntomas; en este cuadro entraría la gran mayoría de los sidosos del mundo subdesarrollado. ¿Es también para ellos una bendición el hecho de que se hayan contagiado? Pues no, no es una bendición sino todo lo contrario. Que sirva esto de advertencia para todos aquellos que se aferran a una hipótesis deontológica creyendo así librarse del sopesamiento necesario de cada uno de los casos en que cabe aplicarla. "Las enfermedades infecciosas son preferibles a las enfermedades crónicas": esta sí me parece una verdad metafísica que, como tal, se aplica en todo momento y en toda circunstancia. Pero la proposición "las enfermedades infecciosas son deseables en sí mismas" no es más que una hipótesis sanitaria que no siempre se verifica. Es una hipótesis cordial y heterodoxa --y es más cordial precisamente por su heterodoxia--, pero guárdenos el Señor de pretender elevarla al rango de normativa ética. Sopesar, sopesar y sopesar: he ahí el trabajo inagotable del deontologista benthamiano.

¿Se desprende del anterior párrafo la conclusión de que si llegase a descubrirse una vacuna contra el sida, sería éticamente deseable administrarla? ¡No, no y mil veces no! Si los laboratorios farmacéuticos desean hacer algo ético, que donen la totalidad de sus ganancias para la construcción de redes de agua potable allí donde más se necesitan, para la forestación con árboles y arbustos frutales donde hoy no crecen sino cardos incomestibles, o bien para la educación de aquellos pueblos que nada saben de medicina higiénica y que mañana podrán, merced a esta educación, controlarse a sí mismos y así evitar para siempre los fantasmas de la pandemia.

La vacunación masiva sería una solución de compromiso, meramente temporal, nunca definitiva, y de todo punto improcedente si nos atenemos a sus consecuencias en el largo plazo. No descarto que pudiera eliminar de raíz, de toda la faz de la tierra, al virus que ha sido motivo de todas estas modestas reflexiones; pero ¿y los demás? ¿Y los que vendrán detrás? Porque no tengan dudas de que vendrán si es que se les sigue apuntando con vacunas y no con inteligencia, compasión y caridad. El único antígeno capaz de rescatar al mundo de las garras de toda enfermedad está compuesto de amor razonado y activado. Si no entendemos esto, cualquier terapéutica o cualquier medida higiénica estarán destinadas al fracaso[1].

[1] Pero ¿es en verdad el VIH la causa detonante del sida o es meramente una causa concomitante a la causa detonante? Prestemos atención a este largo e instructivo pasaje redactado por alguien que ha estudiado a fondo la etiología de las enfermedades que afectan al sistema inmunológico: "La aparición del cuadro agudo viral, en algunas personas, luego de la infección por VIH y su correspondiente tiempo de incubación, es un proceso natural, lógico, donde se establece una relación ecológica entre parásito y huésped. Lo que ocurre después puede tener dos salidas: o bien el huésped no acepta el virus y lo erradica definitivamente, o lo acepta, estableciendo con él un equilibrio, donde ninguna de las partes se perjudique. Pero, pudiera ocurrir, que el sistema defensivo del huésped posea alguna falla especial, adquirida o heredada, que se manifiesta por algún otro factor, y la cual hace incapaz al huésped, no sólo de desembarazarse del invasor, sino de llegar a controlar su crecimiento. Es esta falla del sistema inmunológico del huésped, la verdadera causa que provoca la progresión crónica de la infección, hacia la inmunodeficiencia grave. Esta no es una situación rara ni extraordinaria con los virus [...]; en la infección por poliovirus, algunos pacientes continúan progresando hacia la forma paralítica de la enfermedad, mientras que la gran mayoría sólo sufren de un cuadro viral agudo de poca intensidad. En el sarampión, algunos individuos son incapaces de erradicar los virus, y éstos se alojan en su cerebro, donde quedan latentes, hasta que aproximadamente a los seis años luego de la infección, aparece una grave enfermedad [...], la cual culmina, la mayoría de las veces, con la muerte, cuando no deja lisiado al paciente. [...] ¿Estaríamos actuando lógicamente, si dijésemos que estos casos especiales, atípicos y azarosos, son causados por los virus involucrados, de la misma manera como causan las enfermedades corrientes y típicas? Evidentemente que no. Tenemos que buscar otras causas, unos «cofactores», que nos permitan explicar estos casos excepcionales. Ya sabemos que, la gran mayoría de las veces, la razón está en la anormalidad por falla o exceso, del propio sistema inmunológico del paciente" (Álvaro Martínez Arcaya, La conjura del sida, pp. 409-10).
Mucha gente piensa --médicos incluidos-- que es el VIH quien socava el sistema inmunológico, pero las estadísticas indican que sólo unos pocos infectados contraen el sida. Si el VIH fuese él mismo el socavador, no se explicaría por qué la mayoría de la gente infectada con este virus no desarrolla ninguna inmunodeficiencia que ponga en peligro su vida. Es verdad que al acercarse a la vejez, los individuos seropositivos aumentan sus probabilidades de desarrollar el sida, pero esto es así porque la vejez misma, con todo su desgaste fisiológico a cuestas, es uno de los más efectivos inmunosupresores que se conocen. Son, pues, los agentes inmunosupresores los auténticos arietes utilizados por el VIH para tomar por asalto nuestro cuerpo y doblegarlo, de suerte que de no existir este ariete, el VIH no puede ingresar a nuestras células fagocitarias por más que su concentración en nuestra sangre sea elevadísima. Y así como los gerontes seropositivos son proclives a contraer el sida porque la vejez misma es un agente inmunosupresor (y es por eso que los viejos, más aún que los jóvenes, deben evitar por todos los medios "jugar con fuego" para no exponerse a la infección, y es también por eso que los jóvenes que ya están infectados deben intentar por todos los medios la erradicación del virus antes de que les llegue la vejez y con ella la debilidad inmunológica), así también los africanos pobres tienen grandes probabilidades de padecer este trastorno: el agente inmunosupresor es para ellos la malnutrición o la desnutrición crónica. Son éstos --la malnutrición y la vejez-- los agentes inmunosupresores naturales más extendidos, pero también existen los inmunosupresores artificiales, entre los cuales sobresalen las drogas sintéticas recreativas (especialmente los poppers), el alcohol, el tabaco, la promiscuidad, las ondas electromagnéticas, el estrés, la melancolía y la contaminación del aire, del agua y de los alimentos. Tanto los naturales como los artificiales (quizá sea más correcto decir los no-artificiales y los artificiales) encuadran dentro de la rama de los agentes inmunosupresores adquiridos, la que se complementa con los inmunosupresores genéticamente determinados y con los congénitos (adquiridos durante la gestación), que no enumeraré por no estar bien al tanto de cuáles sean los de mayor extensión o "eficacia".
En el desierto no germinan ni las mejores semillas. Lo mismo, inversamente, sucede con nuestro cuerpo: si lo cuidamos como lo que es, como el instrumento más excelso de la creación, ni la más ponzoñosa epidemia lo pondrá en peligro. El sida está entre nosotros por causa de la vida moderna y sus aberraciones, de sus excesos y de sus carencias, no por causa de un virus oportunista.

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