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martes, 26 de julio de 2011

La causa detonante de la decadencia moral del mundo moderno (parte II)

A modo de primer examen parcial de la materia, el licenciado Matías Zitello, mi profesor de sociología, nos ha encargado el análisis y el comentario de dos textos, debiendo nutrirlos con referencias a libros ya leídos durante el transcurso del ciclo lectivo. El primer texto pertenece a la Crítica de la razón instrumental de Max Horkheimer (p. 51) y dice así:

La cosificación es un proceso que puede ser observado remontándose hasta los comienzos de la sociedad organizada o del empleo de herramientas. Sin embargo, la transmutación de todos los productos de la actividad humana en mercancías sólo puede llevarse a cabo con el advenimiento de la sociedad industrial. Las funciones ejercidas otrora por la razón objetiva, por la religión autoritaria o la metafísica han sido adoptadas por los mecanismos cosificantes del aparato económico anónimo. Lo que determina la colocabilidad de la mercancía comercial es el precio que se paga en el mercado y así se determina también la productividad de una forma específica de trabajo. Se estigmatiza como carentes de sentido o superfluas, como lujo, a las actividades que no son útiles o no contribuyen, como en tiempos de guerra, el mantenimiento y la seguridad de las condiciones generales necesarias para que prospere la industria.

Las reflexiones que estas palabras me despertaron son las siguientes:

Es innegable que subsiste una conexión entre crisis del humanismo y muerte de Dios.
Gianni Vattimo, El fin de la modernidad, cap. II

Pocos son los sociólogos que dudan de la existencia de este proceso de cosificación, de la instauración en las sociedades occidentales del concepto de hombre-mercancía que hoy día rige más que nunca, pero pocos aciertan a descubrir cuál fue, y sigue siendo, la causa detonante de esta casi total deshumanización, de este mercantilismo a todo trance que nos está dejando baldados por dentro, tullidos en el espíritu. Yo adoptaré la tesis de que la causa principal de esta cosificación –no la causa única, pero sí la de mayor peso-- debe buscarse no tanto en la revolución industrial y sus consecuencias sino en el cambio del paradigma religioso que se viene operando desde los comienzos del Renacimiento y que cada vez adquiere mayor predominio sobre las conciencias.

Desde que el hombre se concibió a sí mismo como tal, experimentó la sensación de ser un sujeto insignificante zangoloteado por fuerzas misteriosas, por fuerzas cósmicas, a las que no podía controlar. Estas fuerzas estuvieron representadas ora por los elementos naturales, ora por los animales, ora por los espíritus de los muertos, ora por los diferentes dioses a los que cada civilización rindió culto, ora por el dios único. Este último, a modo de fuerza ininteligible y organizadora, barrió con todas las mitologías y se alzó como la gran Autoridad a la que había que temer e idolatrar.


Transcurrió la edad media, época oscurantista en el decir la mayoría de los historiadores, y se alzó, victoriosa, la edad moderna, trayendo consigo diversos mensajes, pero ninguno tan explícito ni tan revolucionario como el que poco a poco, de boca en boca y sin levantar mucho la voz, comenzó a esparcirse por las prósperas ciudades, ávidas de nuevas experiencias y un poco cansadas de la sofocación litúrgica. Ese mensaje decía, a veces con matices, a veces sin ellos, lo siguiente: “Dios no existe”.


Louis Althusser perfeccionó la teoría marxista al afirmar que los gobiernos mantienen a sus gobernados a raya no sólo mediante la represión, sino fundamentalmente valiéndose de lo que denominó “aparatos ideológicos de Estado”. El mismo Althusser comenta[1] que en la Edad Media, el aparato ideológico de mayor influencia y poder lo constituía la Iglesia. Con esto quiere decir que la Iglesia no era una institución coactiva en el sentido pleno del término, no “obligaba”, látigo en mano, a que se rinda culto a sus santos y se comulgue todos los domingos, sino que los fieles, por propia iniciativa, accedían gustosos, en la mayoría de los casos, a comportarse del modo en que la Iglesia lo aconsejaba. Pero sucedió que la Iglesia, aliada incondicional de los nobles y los terratenientes que estaban cayendo en desgracia, terminó perdiendo gran parte de su poder político, y esto posibilitó que los aparatos ideológicos de los diferentes Estados europeos cambiaran de táctica. La Iglesia comenzó a ser ignorada o amonestada por los principales intelectuales de la naciente burguesía que aspiraba a eternizarse, y cuando esta burguesía, a principios del siglo XIX, se instaló definitivamente en el poder, le declaró abiertamente la guerra a esa milenaria institución que potencialmente podría, como ninguna otra, comprometer sus espacios de poder si se mantenía firme como hasta entonces. Y la propaganda anticlerical, a la postre, rindió sus frutos. El creyente, ciertamente, no se hizo ateo, pero sí sus hijos o los hijos de sus hijos. O se hicieron agnósticos, que a los efectos de la presente hipótesis es prácticamente lo mismo.


El país a imitar era Francia, y en Francia, de la mano del Comte y del positivismo, se pretendió remplazar a Dios por la Diosa Razón. Pero el concepto de razón es demasiado abstracto para que el pueblo lo idolatre; la masa necesita algo concreto, tangible o visualizable, a lo que poder adorar, y lo necesita imperiosamente, porque la sumisión y la idolatría están en su sangre. ¿Qué adorar entonces, ahora que no hay Dios o que no nos interesa su existencia?
Cito a Marx: “

¿Cuál es el fundamento secular del judaísmo? La necesidad práctica, el interés egoísta. […] ¿Cuál es su dios secular? El dinero […]. El dinero es el celoso Dios de Israel, ante el que no puede legítimamente prevalecer ningún otro dios […]. El Dios de los judíos se ha secularizado, se ha convertido en Dios universal. La letra de cambio es el dios real del judío[2].

Estas polémicas afirmaciones, teñidas, si se quiere, de antisemitismo, no dejan de tener visos de certeza. La imprecisión del célebre pensador estriba en haber mencionado únicamente a los judíos, cuando la realidad indicaba que ya desde su época e incluso antes, esta postración ante el dinero la venían ejercitando casi todos los hombres que ostentaban una posición económica relativamente holgada, sin distinción de razas ni religiones. Pero el judío amaba el dinero por el dinero mismo, mientras que el cristiano devenido ateo lo amaba como medio. Aquí conviene solicitar el auxilio de Max Weber.


Según Weber, las acciones de los hombres, no sólo las acciones sociales sino cualquier tipo de acción que un ser humano pueda emprender, estarían necesariamente motivadas por alguna o algunas de estas fuerzas psicológicas: 1) Racionalidad con arreglo a fines; 2) racionalidad con arreglo a valores; 3) afectividad (determinada por estados sentimentales); 4) tradicionalismo (determinado por una costumbre arraigada)[3]. Yo concluyo, en relación a esta clasificación, que, desde el Renacimiento hasta nuestros días, la conducta de la clase dominante primero, luego también la del proletariado, ha dejado de ser primordialmente valorativa (con el valor ontológico de Dios a la cabeza) para inclinarse decididamente hacia la racionalidad teleológica. Y ¿cuál es la finalidad, tácita o explícita, de la razón práctica del ser humano? Pues la felicidad, para los más ambiciosos, o el mero placer para los conformistas. Pero la felicidad aquí, en la tierra, pues la ciencia burguesa ya nos ha “confirmado” que no existe otra vida, que lo que hay que hacer es disfrutar a pleno de la vida presente, a como dé lugar y sin que nada ni nadie se interponga en esa búsqueda del perpetuo jolgorio. ¿Y cuál es nuestro “seguro de felicidad”, a decir de la propaganda ideológica que ya se enquistó en el corazón de las sociedades? ¡Pues el dinero, ni más ni menos! Y a eso nos atenemos, a huir de la infelicidad en base a la persecución del dinero y de los objetos que el dinero puede comprar. No será, pues, escapando de la racionalidad lógico-matemática y del positivismo que se ha hecho carne en la ciencia y en la tecnología como podremos salir de este atolladero --que es lo que suponía Marcuse[4]--, ni mucho menos sublevando al proletariado enajenado para que tome las armas y acabe con el poder de turno según lo aconseja Marx en su Manifiesto, pretendiendo además que la creencia en una divinidad es una traba y no un auxilio en esta cruzada, cuando la traba está más bien en contemplar el mundo exclusivamente con ojos de economista. Niega Marx al dios-dinero pero lo estudia, cuando lo que hay que hacer es ignorarlo. Pues ese falso dios que hoy se alza con brutal tiranía se desplomará irremediablemente cuando en vez de adorarlo o estudiarlo se le dé la espalda, poniéndonos de frente a esas eternas realidades mucho más dignas de ser adoradas y estudiadas[5].



[1] Cf. Louis Althusser, Ideología y aparatos ideológicos de Estado (Buenos Aires, Nueva Visión, 1974), p. 30.
[2] Karl Marx, La cuestión judía (Buenos Aires, Coyoacán, s/f), pp. 11, 15 y 16.
[3] Cf. Max Weber, Economía y sociedad (México, Fondo de Cultura Económica, 1944), p. 20.
[4] Cf. Herbert Marcuse, El hombre unidimensional (México, Joaquín Mortiz, 1968), cap. 6.
[5] Si, como dice José Luis Romero, “lo típico de la mentalidad burguesa es la omisión deliberada, metódica y paulatina de los problemas últimos” (Estudio de la mentalidad burguesa, cap. I, secc. 2), podemos deducir con todo rigor que Marx es un pensador adicto a la burguesía.

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