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sábado, 29 de diciembre de 2012

EL METAFISICO DARWIN





A mi modo de ver no hay ninguna ventaja y sí muchas desventajas entre las conferencias y las lecturas.
Charles Darwin, Autobiografía, p. 20

Eso es porque en las conferencias tenés que cazar al vuelo lo que se dice, sin tener tiempo de pensarlo ni de rebobinarlo, alternativas que sí ofrece la lectura. A nadie le cambió la vida una conferencia, pero a muchos se las cambió un libro.

Mi mente parece haberse convertido en una especie de máquina para extraer leyes generales a partir de las grandes colecciones de hechos.
Ibíd., p. 91, en donde aclara que, en contraposición a eso, se le atrofió "la parte del cerebro de la cual dependen los gustos más elevados. [...] La pérdida de esto justos --continúa-- es una pérdida de felicidad y posiblemente es perjudicial para la inteligencia y más probablemente para el carácter moral, pues debilita la parte emocional de nuestra naturaleza".

La teoría de la Evolución es completamente compatible con la creencia en Dios, pero se debe recordar que diferentes personas tienen diferentes definiciones de lo que entienden por Dios.
Ibíd., p. 169

Dios es la Verdad. Luego, si la teoría de la evolución es verdadera, es necesario pensar detenidamente en ella y en cómo perfeccionar sus puntos oscuros si es que deseamos tener una idea de Dios que se asemeje al dios real.

Reflexionando más ampliamente en que para hacer creer a cualquier hombre sano los milagros en que se apoya la cristiandad sería un requisito imprescindible presentar las pruebas más claras de los mismos --y que cuanto más conocemos las leyes fijas de la naturaleza, menos creíbles resultan los milagros--, que los hombres en aquel tiempo eran ignorantes y crédulos hasta un grado casi incomprensible para nosotros --que no puede demostrarse que los Evangelios hayan sido escritos simultáneamente con los acontecimientos-- que difieren en muchos detalles importantes a mi parecer, para que se puedan admitir como las acostumbradas inexactitudes de los testigos oculares; por reflexiones tales como éstas, que no las menciono por creer que tienen la menor novedad o valor, sino porque influyeron sobre mí, llegue gradualmente a no creer en el cristianismo como una revelación divina.
Ibíd., pp. 170-1

Sigue Darwin:

Este descreimiento se deslizó sobre mí a una velocidad muy pequeña, pero al final fue completo. La velocidad fue tan lenta que no sentí ninguna angustia.

Por mi parte, mi descreimiento es grande, pero no "completo". Creo que siempre me persistirá aunque más no sea una pequeña duda sobre si Jesús pudo haber sido un enviado de Dios.

Algunos escritores están verdaderamente tan impresionados por la cantidad de sufrimientos que existen en la tierra, que dudan, si miramos a todos los seres sensibles, si hay más miseria que felicidad; si el mundo, en su conjunto, es bueno o malo. A mi parecer, predomina decididamente la felicidad, pero esto sería muy difícil de probar. Si se concede la verdad de esta conclusión, armoniza bien con los efectos que podremos esperar de la selección natural. Si todos los individuos de cualquier especie tuvieran habitualmente que sufrir en un grado extremo, desdeñarían el propagar su especie; pero no tenemos ninguna razón para pensar que esto ha ocurrido, por lo menos frecuentemente. Además, algunas otras consideraciones nos inducen a pensar que todos los seres sensibles han sido formados así para gozar, como regla general, de la felicidad.
Ibíd., pp. 172-3 (subrayado mío)

La selección natural, junto con la selección sexual --que es su complemento y que cobra más importancia cuanto más evolucionada sea una especie-- son la prueba más acabada de que los organismos sensibles se encaminan todos ellos hacia una futura felicidad, o al menos hacia una época de no-dolor --que sin embargo tal vez no pueda nunca ser alcanzada en forma absoluta (esto si consideramos verdadera la infinitud del concepto del tiempo).

Todos los que piensan, como lo hago yo, que todos los órganos corpóreo-sentimentales (excepto aquellos que no son ni ventajosos ni desventajosos para el poseedor) de todos los seres se han ido desarrollando por medio de la selección natural, por la supervivencia de los más aptos juntamente con el uso o la costumbre [Darwin incluye a la selección sexual dentro de la selección natural], admitirán que estos órganos han sido formados para que sus poseedores puedan competir con éxito con otros seres y aumentar de esta manera su número. Ahora bien, un animal puede ser inducido proseguir el curso de la acción que sea más beneficiosa para su especie haciéndole sufrir dolores, hambre, sed o temor, o por medio del placer, como al comer y al beber, y la propagación de las especies, etc., o por ambos medios combinados, como en la busca del alimento. Pero el dolor o el sufrimiento, de cualquier clase que sea, si se prolonga demasiado, ocasiona una depresión y disminuye el poder de acción, no obstante está bien adaptado para que los seres se protejan contra cualquier grande o súbito peligro. Por otra parte, las sensaciones agradables pueden prolongarse sin que ocasionen ningún efecto deprimente; al contrario, estimulan a todo el organismo para una acción aumentada. En consecuencia, ha sucedido que la mayor parte de los seres sensibles se han desarrollado de tal manera, por medio de la selección natural, que las sensaciones agradables vienen a ser las más naturales. Vemos esto en el placer de nuestras comidas diarias, y especialmente en el placer derivado de la sociabilidad y del amor a nuestras familias. La suma de todos estos placeres, los cuales son habitual o frecuentemente periódicos, dan --yo difícilmente pueda dudarlo-- a la mayor parte de los seres sensibles un exceso de felicidad sobre la desgracia, aunque muchos pueden, en ocasiones, sufrir grandemente. Tal sufrimiento es perfectamente compatible con la idea de la Selección Natural, que no es perfecta en su acción, pues tiende solamente a hacer a cada especie todo lo más apta posible en la batalla por la existencia con las otras especies, en circunstancias maravillosamente complejas y cambiantes.
Ibíd., pp. 133-4

¡Brillante, Charles! Yo agrego lo siguiente: Si bien todas las especies sensibles, tomadas cada una en su conjunto, gozan más de lo que sufren, es forzoso que seguirán sufriendo mientras necesiten alimentarse entre sí para sobrevivir (la especie depredadora sufrirá frecuentemente hambre por escasez de presas asesinables y la especie depredada sufrirá en la depredación misma). Por eso la evolución del mundo sensible, si es que evoluciona hacia la optimización de los placeres y la disminución de los dolores, deberá ocuparse tarde o temprano de adaptar todo sistema digestivo al consumo de especies suficientemente abundantes en la naturaleza como para no escasear casi nunca y a la vez suficientemente insensibles como para no percibir en gran medida el dolor de la depredación. Esos requisitos sólo los cumplen determinadas especies VEGETALES.

Nadie niega que hay una gran cantidad de sufrimiento en el mundo. Algunos han tratado de explicar esto, en relación al hombre, imaginando que sirve para su mejoramiento moral. Pero el número de hombres en el mundo no es nada en comparación con el de todos los otros seres sensibles, y éstos sufren a menudo extraordinariamente sin ningún mejoramiento moral. Este viejísimo argumento de la existencia del sufrimiento contra la existencia de una Primera Causa inteligente, me parece a mí muy fuerte; mientras que, como acabo de señalar, la presencia de muchos sufrimientos concuerda bien con la idea de que todos los seres orgánicos se han desarrollado mediante la variación y la selección natural.
Ibíd., pp. 174-5

Y me lo estás contagiando, amigo Charles, ese tu descreimiento acerca de la existencia de una Primera Causa inteligente --aunque la palabra "inteligente" en mi caso está de más, ya que menos todavía creo en una Primera Causa azarosa. Lo que me parece hoy, primero de junio del '98, es que el Universo siempre estuvo y estará, y junto con él la Vida, y por lo tanto no hay Causa Primera de ninguna índole, ni inteligente ni azarosa.

En la actualidad, el argumento más usual de la existencia de un Dios inteligente surge de la profunda convicción interna y de los sentimientos que experimentan la mayor parte de las personas.
ibíd., p. 175

Correcto: uno intuye a Dios. Pero en mi caso hay una salvedad: yo no creo en un Dios inteligente; para mí, Dios es la inteligencia. Sigue Darwin:

Al principio, por sentimientos análogos a los que acabo de referir, fui llevado (aunque no creo que el sentimiento religioso estuvo nunca vigorosamente desarrollado en mí) a la firme convicción de la existencia de Dios y la inmortalidad del alma. Escribí en mi Diario, mientras estaba en medio de la grandeza de la selva brasileña, "no es posible dar una idea adecuada de los elevados sentimientos de maravilla, admiración y devoción que llenan y animan nuestra mente". Recuerdo bien mi convicción de que hay algo más en el hombre que la simple respiración de su cuerpo; pero ahora las escenas más grandiosas no darían lugar a que ninguno de estos sentimientos y convicciones surgiesen en mi pensamiento. Verdaderamente, puede decirse que soy lo mismo que un hombre que se ha tornado daltónico y a quien la creencia universal de los hombres de la existencia del rojo hace que su precedente pérdida de percepción no pueda considerarse, en modo alguno, como una prueba de valor. Este argumento sería válido si todos los hombres de todas las razas tuvieran la misma convicción íntima de la existencia de Dios; pero nosotros sabemos que este no es ni con mucho el caso. Por tanto no puedo comprender por qué tales convicciones y sentimientos íntimos han de ser de ningún peso como pruebas de que realmente existe. El estado de ánimo que al principio provocaban en mí las grandes escenas y que estaba íntimamente relacionado con la creencia en Dios, no difería esencialmente de lo que se llama a menudo el sentido de lo sublime; y por muy difícil que pueda ser el explicar la génesis de esta sensación, difícilmente puede adelantarse como un argumento de la existencia de Dios, lo mismo que las vigorosas aunque vanas sensaciones similares despertadas por la música.
Ibíd., pp. 175-6

Respecto, Charles, de tu colorido ejemplo del daltónico que no ve el rojo pero que sabe que existe porque los demás lo ven, funcionará reemplazando al color rojo por Dios el día en que la mayoría de los hombres carezca no sólo de la enfermedad del daltonismo, sino también de la enfermedad de su moral, que es la que le impide ver los colores más luminosos tal como son en sí mismos. Y respecto de la existencia de las sensaciones sublimes, como la que te participó en medio de la selva o al escuchar música, por cierto que no son éstas pruebas indiscutidas de la existencia de un Dios inteligente y creador. Pero hacé como yo: considerá las sensaciones sublimes que nos producen la percepción de la naturaleza y los hechos artísticos no como pruebas de la existencia de Dios, sino como Dios mismo. Así, cada vez que te amanezcan en el espíritu esas sensaciones sublimes comunes a todo ser moralmente fresco, podrás gritar, sin temor a estar mintiendo, ¡¡Dios existe!!

Con respecto a la inmortalidad, nada me demuestra [tan claramente] que es un pensamiento fuerte y casi instintivo, como la consideración de la idea, sustentada ahora por la mayor parte de los físicos, de que el sol y los planetas llegarán con el tiempo a ser demasiado fríos para permitir la vida, a menos, verdaderamente, que algún gran cuerpo se estrelle contra el sol y les dé nueva vida. Creyendo, como lo pienso yo, que el hombre será en un futuro distante una criatura mucho más perfecta de lo que es en la actualidad, es un pensamiento intolerable el de que él y todos los otros seres sensibles estén sentenciados a una aniquilación completa tras este largo y lento progreso continuado. Para aquellos que admiten la inmortalidad del alma humana, la destrucción de nuestro mundo no les parecerá tan espantosa.
Ibíd., p. 176

¡Ahh, la inmortalidad del alma!... Todas las almas nobles creen en ella.

Otra fuente de convicción de la existencia de Dios, relacionada con la razón y no con el sentimiento, me pareció que tenía mucho más peso. Ésta se desprende de la extraordinaria dificultad o más bien imposibilidad de concebir este inmenso y maravilloso universo, inclusive el hombre, con su capacidad de reflexionar sobre el pasado y el futuro, como el resultado de una casualidad ciega o de la necesidad. Cuando reflexionaba de esta manera, me sentía inclinado a considerar una Causa Primera, dotada de una inteligencia en ciertos aspectos análoga a la del hombre y merecí ser llamado teísta. Esta conclusión estaba firmemente arraigada en mi mente, por lo que puedo recordar, por el tiempo en que escribí el Origen de las especies, y desde entonces ha venido debilitándose gradualmente con muchas fluctuaciones. Pero entonces surge la duda: ¿puede creerse a la mente del hombre, que se ha desarrollado, a mi parecer, a partir de una mente tan rudimentaria como la que poseen los animales inferiores, cuando imagina tan grandes conclusiones?
ibíd., pp. 176-7

A mi parecer, en estos temas tan profundos conviene creer muy poco en los razonamientos discursivos y en los hechos de la experiencia científica, pero se le puede dar un poco más de crédito a la intuición que guía a los teóricos y a los pragmáticos hacia el objetivo que intentan esclarecer.

jueves, 6 de diciembre de 2012

Bertrand Russell, o el anticristo



Para mí, hay un defecto muy serio en el carácter moral de Cristo, y es que creía en el infierno. Yo no creo que ninguna persona profundamente humana pueda creer en un castigo eterno.
Bertrand Russell, Por qué no soy cristiano, p. 28

Yo tampoco, y precisamente por eso es que no creo que Jesús haya creído en el infierno. Lo que pasa, Bertrand, es que vos leés los escritos inciertos, como lo son los Evangelios, guiándote puramente por lo que perciben tus ojos, despreciando (tal vez por no poseerla) a la intuición, que es la que te indica, en el caso éste del Nuevo Testamento, en dónde la escritura coincide más o menos con los hechos reales y en dónde los judíos devenidos cristianos que lo redactaron incluyeron algunos de sus tontos dogmas. No te olvides nunca de que los primeros cristianos nacieron en el seno del judaísmo, y que les hubiera sido muy difícil cortar de raíz los dogmas hebreos y apegarse sin miramientos a lo que Jesús hacía y decía, que era generalmente lo contrario de lo expuesto en los libros sagrados judíos. Si Jesús había de ser popular entre los judíos --cosa que los incipientes cristianos querían--, era necesario hacerlo aparecer en las nuevas escrituras como alguien que odiaba la maldad y deseaba que los inmorales se pudriesen eternamente. Por eso se inventaron todas esas imprecaciones que se supone dijo, como la de "¡serpientes, raza de víboras! ¿Cómo será posible que evitéis el ser condenados al fuego del infierno? (Mateo 23. 33)". ¿Puede alguien que no sienta un odio implícito al cristianismo suponer que Jesús fuera capaz de expresarse en estos términos?

Cristo, tal como lo pintan los Evangelios, sí creía en el castigo eterno, y uno se topa repetidamente con una furia vengativa contra los que no escuchaban sus sermones, actitud común en los predicadores y que dista mucho de la excelencia superlativa. No se halla, por ejemplo, esa actitud en Sócrates. Es amable con la gente que no le escucha; y eso es, a mi entender, más digno de un sabio que la indignación. Probablemente todos recuerdan las cosas que dijo Sócrates al morir y lo que decía generalmente a la gente que no estaba de acuerdo con él.
Bertrand Russell, Por qué no soy cristiano, p. 28


Tomemos una posición coherente, Bertrand: o no creemos nada de lo que dicen los Evangelios, o creemos sólo lo que de sensato tienen. Porque creer en el Jesús que ofrecía su otra mejilla cuando le abofeteaban la primera y creer al mismo tiempo que este Jesús se indignaba con quienes no lo escuchaban es creer que el azúcar puede endulzar y salar a la vez. Si Jesús se indignaba con quienes no lo escuchaban, entonces ese mismo Jesús le rompía los dientes a quien lo abofeteaba. Si, en cambio, no se inmutaba ante las agresiones, entonces menos se inmutaba si alguien no quería escucharlo. En alguno de estos dos pasajes se nos está mintiendo, y es raro que vos, Bertrand, no percibas la mentira[1]. Por otra parte, ¡¿cómo podés contraponer a la figura de Jesús la de Sócrates, si cualquiera puede darse cuenta de que Sócrates fue uno de sus principales espejos?! ¿No te preguntaste nunca qué fue de su vida durante sus años de juventud de los que los Evangelios no hablan? Investigá un poco, e investigate un poco, y tal vez descubras que anduvo estudiando filosofía griega con grandes maestros, que a su vez lo llevaron a conocer el Oriente budista, taoísta, confuciano y mazdeísta, en donde pasó largos años. El filósofo Jesús no nació de un repollo, Bertrand. Tuvo padres, y Sócrates fue uno de ellos
 [2].

... Luego, Cristo dice: "enviará el Hijo del hombre a sus ángeles, y quitarán a su reino a todos los escandalosos y a cuantos obran la maldad; y los arrojarán en el horno del fuego: allí será el llanto y el crujir de dientes". Y continúa extendiéndose con los gemidos y el rechinar de dientes. Esto se repite en un versículo tras otro, y el lector se da cuenta de que hay un cierto placer en la contemplación de los gemidos y el rechinar de dientes, pues de lo contrario no se repetiría con tanta frecuencia.
Ibíd., p. 29

Pero ¿quién era el que se deleitaba repitiendo esa frase, Jesús, o el que escribió los Evangelios, que es el único del que ciertamente sabemos que la empleaba constantemente? Los judíos estaban acostumbrados a la hecatombe; sacrificaban bueyes y corderos en cuanta oportunidad les dieran. Creía esa raza bárbara que estos sacrificios agradaban a su Dios Jehová, y por lo tanto los gemidos que lanzaban los pobres animales eran como música para el alma de los sacrificadores, porque anunciaban la muerte que serviría, o bien de ofrenda, o bien como expiación de los propios pecados. No sería raro entonces que los judíos se sintieran bien al escuchar esos lamentos, y que les hicieran propaganda en cuanto lugar pudieran, incluidos los versículos del Nuevo Testamento.

Luego está la curiosa historia de la higuera, que siempre me ha intrigado. Recuerdan lo que ocurrió con la higuera. "Tuvo hambre. Y como viese a lo lejos una higuera con hojas, en camino se halla por ver si encontraba en ella alguna cosa: y llegando, nada encontró sino follaje; porque no era a un tiempo de higos; y hablando a la higuera le dijo: «nunca jamás, ya nadie tomará fruto de ti»... y Pedro... le dijo: «Maestro, mira cómo la higuera que maldijiste se ha secado». Esta es una historia muy curiosa, porque que ya no era la época de los higos, y en realidad no se puede culpar al árbol. Yo no puedo pensar que, ni en virtud ni en sabiduría, Cristo esté tan alto como otros personajes históricos. En estas cosas, pongo por encima de él a Buda y a Sócrates.
Ibíd., p. 30

En lo único en que Buda y Sócrates superaron a Jesús es en haberse sabido rodear de discípulos que supieran escribir y así poder retratar sus vidas más o menos verídicamente. Jesús no tuvo un Platón o un Ananda como aprendiz; su reputación histórica sería hoy mucho más admirable de haber tenido esa suerte. Y respecto a la historia de la higuera, quien crea que Jesús era capaz de putear a un árbol porque éste no tenía frutos en la época en que nunca los tiene...; quien crea que, además de putearlo, era capaz de secarlo mágicamente, sin tomarse la molestia de quitarles la humedad a sus raíces por algún medio que no entre en contradicción con las leyes de la naturaleza...; quien crea que esta historia es verdadera, cree también que los chinos viven cabeza abajo y agarrados a los árboles para no caer al vacío.

Uno halla, al considerar el mundo, que todo el progreso del sentimiento humano, que toda mejora de la ley penal, que todo paso hacia la disminución de la guerra, que todo paso hacia un mejor trato de las razas de color, que toda mitigación de la esclavitud, que todo progreso moral realizado en el mundo, ha sido obstaculizado constantemente por las iglesias organizadas del mundo. Digo deliberadamente que la religión cristiana, tal como está organizada en sus iglesias ha sido, y es aún, la principal enemiga del progreso moral del mundo.
Ibíd., p. 31

Hay una confusión en tu cráneo, Bertrand. La Iglesia como institución no sólo no es algo sinónimo a la verdadera religión, sino que además, como regla casi general, se le contrapone. Vos sos el típico ejemplo del que razona de la siguiente manera: "La Iglesia es corrupta e inmoral; luego, Dios no existe". Por supuesto que tu conciencia negará este infantilismo y lo cubrirá de racionalizaciones, pero ¿sabés una cosa?: no le creo a tu conciencia más que a tus impulsos de desprecio, que por otra parte son exagerados, porque de creer, como creo yo, que la iglesia fomenta ciertos vicios en el corazón de la gente, a creer que es "la principal enemiga del progreso moral del mundo", hay un abismo, un abismo de odio que no sé en dónde lo aprendiste, pero seguramente no te lo enseñó un cura.

A todos los muchachos les interesan los trenes. Supongamos que se les dice que el interés por los trenes es malo; supongamos que se les venden los ojos siempre que están en un tren o en una estación de ferrocarril; supongamos que nunca se permita que la palabra "tren" se mencione en presencia suya, y se mantenga un misterio impenetrable en cuanto a los medios por los cuales se les transporta de un lugar a otro. El resultado no sería hacer que cesase el interés por los trenes; por el contrario, los muchachos se interesarían más por ellos, pero tendrían una morbosa sensación de pecado, porque este interés se les ha presentado como indecente. Todo muchacho con inteligencia activa, puede, por este medio, convertirse en un neurasténico. Esto es precisamente lo que se hace en materia de sexo; pero, como el sexo es más interesante que los trenes, los resultados son aún peores. Casi todo adulto de la comunidad cristiana tiene una enfermedad nerviosa como resultado del tabú en el conocimiento del sexo cuando era muchacho. Y este sentimiento de pecado, implantado artificialmente, es una de las causas de la crueldad, timidez y estupidez en las etapas posteriores de la vida. No hay motivo racional de ninguna clase para impedir que el niño se entere de un asunto que le interesa, ya sea sexual o de otra clase. Y no tendremos jamás una población sana hasta que este hecho haya sido reconocido en la primera educación, cosa imposible mientras las iglesias dominen la política educacional.
Ibíd., p. 38

¡Bien, Bertrand! Ya ves que, de vez en cuando, coincidimos. Lo que sí, te faltó jugarte un poco más. Te faltó el grito final, el que todos nuestros jóvenes y no tan jóvenes esperan escuchar de parte de un pensador reconocido, y que dice más o menos así: ¡Adolescentes del mundo, masturbaos!

El énfasis cristiano acerca del alma individual ha tenido una profunda influencia sobre la ética de las comunidades cristianas. Es una doctrina fundamentalmente afín a la de los estoicos, nacida, como la de ellos, en comunidades que no podían tener ya esperanzas políticas.
Ibíd., p. 42

Y vos, Bertrand, ¿tenías esperanzas políticas? ¿Sí? ¡Iluso! Después de observar los acontecimientos políticos que signaron desde siempre a la humanidad, ¿quién es más ingenuo, el que cree en la inmortalidad del alma o el que hace votos por una sociedad ideal constitucionalmente regida?[3]

Cuando un hombre actúa de forma que nos molesta, queremos pensar que es malo, y nos negamos a hacer frente al hecho de que su conducta molesta es un resultado de causas antecedentes que, si se las sigue lo bastante, le llevan a uno más allá del nacimiento de dicho individuo, y por lo tanto a cosas de las cuales no es responsable en forma alguna.
Ibíd., p. 48

¡Hasta que dijiste algo trascendente!

No podemos suponer que el pensamiento del individuo sobreviva a la muerte corporal, ya que ésta destruye la organización del cerebro y disipa la energía que utilizaban los conductos cerebrales.
Ibíd., p. 56

Y ¿quién te dijo que la inmortalidad del alma de un individuo equivale a la inmortalidad de su pensamiento? No sé qué sea lo que me sobrevivirá cuando yo muera, ni tengo la certeza de que algo va a sobrevivirme; pero me parece que si hay algo que queda, ese algo no es mi conciencia ordinaria.

No puedo probar que mi concepto de la vida buena sea acertado; sólo puedo exponer mi punto de vista, esperando que lo acepte la mayor cantidad de gente posible.
Ibíd., p. 62

Lo mismo digo.

La educación ética consiste en fortalecer ciertos deseos y debilitar otros.
Ibíd., p. 67

Brillante definición. De paso, digamos que la educación ética es el asunto más noble de todos cuantos ha de encargarse la sociedad.

Pensamos mal de la gente que es derrochadora o temeraria, aun cuando sólo se hagan daño a sí mismos.
Ibíd., p. 68

Los derrochadores se hacen daño a sí mismos pero también a otros, ya que el dinero que emplean en la compra de artículos innecesarios podría muy fácilmente transformarse en comida o abrigo destinados a los niños que diariamente sufren hambre y frío y hasta mueren por eso.

Las guerras […] son el producto de la pasión, no de la razón.
Ibíd., pp. 68-9

No todas las guerras son el producto de las bajas pasiones; hay también guerras producidas por las bajas razones e incluso por los bajos instintos. Generalmente la guerra es el efecto causado por una ingesta colectiva de un cóctel que tiene todos estos ingredientes, aunque en proporciones diversas según el caso.

Un cierto porcentaje de niños tiene el hábito de pensar; uno de los fines de la educación es curarlos de dicho hábito.
Ibíd., p. 72

Lamentablemente es así en algunos casos. Y lo mismo para los jóvenes en las universidades.

Todos los que se han molestado en estudiar la psicología morbosa saben que la virginidad prolongada es, en general, extraordinariamente dañina para las mujeres.
Ibíd., p. 72

Y también, en general, para los hombres.

El fin del moralista es mejorar la conducta del hombre.
Ibíd., p. 80

El verdadero moralista no aspira a mejorar la conducta del hombre sino al hombre completo, que es mucho más que su mera conducta.

La ciencia tiene que aprender con el tiempo a moldear nuestros deseos de modo que no choquen con los de otra gente hasta el punto en que lo hacen ahora; entonces podremos satisfacer una mayor proporción de nuestros deseos. En ese sentido, pero sólo en ese sentido, nuestros deseos se habrán hecho "mejores".
Ibíd., p. 88

Esa es la misión de la ciencia moral.

El mundo en que vivimos puede ser entendido como resultado de la confusión y el accidente; pero, si es el resultado de un propósito deliberado, el propósito tiene que haber sido el de un demonio.
Ibíd., p. 94

Nada es verdad ni es mentira, todo es según el color del cristal con que se mira. Quienes son más infelices que felices ven el mundo a través de un cristal opaco que les sugiere un gobierno azaroso o demoníaco; quiénes son más felices que infelices ven el mundo a través de un cristal de brillantes colores que les sugiere que detrás de la máquina está la fuerza del Amor. Pero para llegar a ver la Verdad, es necesario prescindir de todo cristal, de los opacos y de los brillosos, y ver el mundo tal cual es, sin intermediaciones. Mejor así, porque ¿para qué queremos ver a un tipo disfrazado de Rey Momo cuando el tipo disfrazado es el Rey Momo en persona?

Cuando un niño sube los estantes de la cocina y rompe toda la porcelana, los padres suelen enfadarse. Sin embargo, su actividad es esencial para su desarrollo físico. En un medio hecho para los niños, tales impulsos sanos y naturales no necesitan ser contenidos.
Ibíd., de. 142

Viene al caso una frase de Gordon Shumway, el célebre filósofo melmaciano: "Las tradiciones son como los platos: se hicieron para romperse".

El Estado de Nueva York sostiene oficialmente aún [1930] que la masturbación produce locura.
Ibíd., de. 144

Sí, produce locura... a quien la desea y la reprime.

La mayoría de los moralistas han tenido tal obsesión del sexo que han descuidado otras clases de proceder éticamente laudables y mucho más útiles socialmente.
Ibíd. , p. 157

La riqueza material, por ejemplo, es mil veces más nefasta social e individualmente que la promiscuidad sexual.


[1] (Nota añadida el 8/11/12.) "Dice Voltaire, ¿estamos seguros de que Jesús dijese realmente todo lo que los Evangelios ponen en boca suya? ¿Y sabemos, además, qué sentido atribuiría a sus palabras, las cuales, por lo demás, no han llegado a nosotros en su propia lengua y que, siendo como son metafóricas muchas de ellas, admiten las más diversas interpretaciones? [...]. A su juicio, las supuestas sentencias de Cristo cuyo sentido deja menos margen a la duda y a la discusión son aquellas en que se predica el amor de Dios y el amor del prójimo, es decir, la moral común" (David Friedrich Strauss, Voltaire, p. 200).
[2] (Nota añadida el 10/3/6.) Yo no soy el único, ni mucho menos, que compara y equipara la figura del genio judío con la del genio griego; ahí está, por ejemplo, David Friedrich Strauss afirmando que "este Sócrates, que no fue un filósofo encerrado y limitado a un auditorio de escuela, sino un maestro popular y familiar, cuya vida es la expresión acabada de la virtud y de la verdad por el enseñada, que murió mártir de sus convicciones, de sus esfuerzos y la ceguera de sus conciudadanos; este Sócrates ofrece relaciones con Jesucristo, que siempre han admirado los espíritus reflexivos. En efecto, a pesar de la profunda diferencia proveniente del contraste de los dos pueblos y las dos religiones, toda la antigüedad anterior al cristianismo, sin exceptuar la antigüedad hebraica, no presenta figura alguna que tenga más analogía que Sócrates con Jesucristo" (Nueva vida de Jesús, secc. XXIX).
[3] (Nota añadida el 9/11/12.) La palabra "ideal" tal vez esté aquí mal empleada. Russell, me parece, nunca fue partidario de los idealismos sociales ni de las utopías.

martes, 4 de diciembre de 2012

¿Fue Voltaire un mal bicho?


Las consideraciones finales de este análisis de la literatura, el pensamiento y la personalidad de Voltaire quedan en manos del escritor de este gran libro, libro que me ha servido de acicate para confirmar algunas ideas preconcebidas relacionadas con este digno representante del pensamiento libre:

Si, habiendo llegado al final de nuestro viaje, echamos una mirada retrospectiva y recapituladora a la vida de Voltaire, vemos [...] que queda en nuestras manos un considerable resto mortal de su carácter, una especie de precipitado terrenal de su espíritu, del que podemos decir con los ángeles de la segunda parte del Fausto que "es impuro". Y no porque encontremos en él, como acontece hasta con los más nobles de los hombres, ciertos defectos achacables a las flaquezas de la naturaleza humana. No; en Voltaire encontramos, además de flaquezas, maldades, y estas manchas, lejos de desaparecer bajo el brillo de sus méritos y virtudes, contrastan vivamente con éstos, y unos y otras, juntos, envuelven su personalidad en una luz desigual y extraña (David Strauss, Voltaire, p. 256).

Esta es la conclusión a la que llega Strauss: Voltaire era un tipo malo, una de esas personas en las que no conviene confiar:

En uno de los diálogos de Platón dice Sócrates que, examinándose por dentro, no sabe si es una bestia más ladina y turbulenta que Tifón o un ser manso y sencillo que participa de la naturaleza divina y pura. Respecto a Voltaire, el juicio no es, desgraciadamente, dudoso: tiene mucho más de lo primero que de lo segundo; aquella parte de la naturaleza divina que le tocó en suerte se pierde en él entre la maraña tifónica y demoníaca (ibíd., pp. 257-8).

Escribía como los dioses... y se comportaba como los demonios; ése parece ser el veredicto de su biógrafo. Y estos vicios, estos defectos de carácter que Voltaire poseía, no le permitieron llegar a esa felicidad duradera que todos anhelamos:

Voltaire fue la primera víctima de su vanidad, de su espíritu vengativo, de su codicia. Estos vicios rara vez le dejaban disfrutar plena y jubilosamente de su fuerza, de sus virtudes, de su valer; sacrificó penosamente la mayor parte de su vida a fines secundarios y completamente indignos de él. Como todos nosotros, sólo fue feliz cuando supo ser bueno (ibíd., p. 259).

"Sólo fue feliz cuando supo ser bueno"; sería importante memorizar estas palabras en estos tiempos en que la mayoría supone que el criminal es digno de envidia, que los hombres malos son siempre más dichosos que la gente honrada. ¡Sólo los hombres buenos son felices! Voltaire fue un buen escritor, pero no fue ni buen pensador ni buena persona, y cada vez estoy más cierto de que no fue un buen pensador porque no fue una buena persona, que no se puede pensar con dignidad, con altura, en comunión con los ángeles y las estrellas, si tenemos la cabeza puesta y apostada para las cosas del mundo terreno, para las cosas superfluas, para las mezquindades y las fruslerías. Voltaire --digámoslo con todas las letras-- no pensó bien porque no amó bien. Bien dije alguna vez que las piedras, si están impedidas de acceder a las grandes verdades universales, no es porque carezcan de vida o de inteligencia, sino porque no son buenas, porque no aman a nadie. Y Voltaire, en este asunto, que es el asunto primordial de la vida humana, da toda la sensación de que se comportó como una piedra.

lunes, 3 de diciembre de 2012

El desprecio de Voltaire hacia el "populacho"


Voltaire ayudó, y no poco, a entronizar a la razón y a ridiculizar a la Iglesia dentro de la Francia del siglo XVIII, pero su prédica se dirigió siempre a las elites aristocráticas y culturales y nunca a la masa del pueblo, a la que despreciaba con sorna. En una carta a su amigo D'Alembert, que data de 1767, escribió lo siguiente:

Debemos darnos por satisfechos con el desprecio en que la infame [la Iglesia] ha caído entre todas las gentes honradas de Europa. Era todo lo que podíamos apetecer y todo lo que se necesitaba. Jamás pudimos tener la pretensión de hacer abrir los ojos a los zapateros y a las criadas; eso es incumbencia de los apóstoles (citado por David Strauss en Voltaire, p. 242).

Strauss, con su proverbial buen tino, comenta la postura volteriana:

Gentes honorables y plebe: tales son las dos clases de hombres entre las que se abre, según Voltaire, [...] un abismo infranqueable, por virtud del cual sólo los primeros pueden llegar a la luz de la Ilustración, mientras que los otros se hallan condenados a vivir sumidos en las perpetuas tinieblas de la estupidez. [...] Esto refleja con bastante fidelidad el pensamiento político de Voltaire. El que reconociera la podredumbre del régimen feudal y de la jerarquía eclesiástica no quiere decir, ni mucho menos, que fuera un demócrata. [...] lo que había para él de intolerable en el mal jerárquico del Estado católico lo formulaba como la contradicción de depender de un poder extraño dentro de casa. Pero, de otra parte, consideraba también como algo absurdo e imposible la igualdad, si se proponía destruir las diferencias sociales y ser algo más que la igualdad de los ciudadanos ante la ley. [...] Para Voltaire, el arma más poderosa contra los restos del feudalismo y contra el funesto poder de la Iglesia, principalmente en Francia, seguía siendo el principio monárquico, y sólo deploraba que los príncipes no se diesen cuenta de que tampoco ellos debían apoyarse en los curas, sino en los filósofos. [...] Jamás y bajo ninguna clase de circunstancias desistió Voltaire de su principio de no esperar ninguna salvación de abajo, de la masa. Según él, eran los príncipes aliados con los filósofos y con las gentes cultas en general los que habían de traer al mundo tiempos mejores. "El pueblo --escribía allá por el año 1768 -- será siempre estúpido y bárbaro; es un rebaño de bueyes, que necesitan de yugo, aguijada y heno". Estas palabras indican claramente cómo Voltaire, uno de los principales fundadores del tiempo nuevo, seguía pisando con un pie en la era antigua y cuánta ventaja le llevaba en este punto Jean Jacques Rousseau. No cabe duda de que los hechos darán siempre la razón, hasta cierto punto, al primero; pero ello no quiere decir que no debamos atenernos siempre, como meta, con el segundo, al principio de que todos los seres humanos tienen el derecho y la capacidad de llegar a ser verdaderos hombres (Strauss, ibíd., pp. 242 a 244).

No queda mucho que acotar después de tan sustanciosos pasajes. Queda, sí, espacio para una síntesis: a Rousseau lo esperanzaban las masas; a Voltaire, las elites. Y a mí, ¿quiénes me esperanzan? Pues me esperanzan las elites... que se proponen como meta la ilustración de las masas, las elites que ven (¡no son ciegas ni demagógicas!) a la plebe como un rebaño de bueyes pero que no se conforman con este estado de cosas, luchando incansablemente para elevarla, en base a cultura, valores y humanidad, hacia donde los verdaderos pensadores ilustrados siempre desearon que llegase.

domingo, 2 de diciembre de 2012

Voltaire, genio con la pluma y genio con la lengua


Yo suponía, siguiendo en esta idea al conde Tolstoi, que los buenos escritores eran por fuerza malos oradores, que había una especie de antinomia entre la facilidad para escribir y la facilidad para mover la lengua; pero hete aquí que David Strauss, hablando de Voltaire, nos comenta que

era un verdadero virtuoso en todos los aspectos de la conversación. Sabía dar una vida extraordinaria a sus relatos, y sus respuestas eran siempre ingeniosas y certeras. Si se debatía en sociedad algún problema importante, se estaba largo rato escuchando a los demás y dejando que agotasen sus argumentos; luego, levantaba la cabeza como si despertase de un sueño, resumía maravillosamente todas las respuestas apuntadas y acababa exponiendo la suya propia. Iba animándose y exaltándose poco a poco, al final parecía otro hombre y la fuerza de su fogosa elocuencia arrebataba a cuantos le oían (David Strauss, Voltaire, p. 236).

Y como necio sería negar las virtudes estilísticas de Voltaire, tengo que rectificar o restringir la hipótesis antedicha: algunos, o quizá la mayoría, de los buenos escritores son pésimos oradores.

jueves, 29 de noviembre de 2012

Jesús y la Iglesia cristiana bajo la lupa de Voltaire


Sobre Jesús y la Iglesia cristiana tenía Voltaire opiniones muy formadas. Gritaba a los cuatro vientos que la historia de Jesús debía estudiarse de manera sistemática y científica, sin partir de ningún dogma establecido:

Sólo un fanático o un bribón [...] podría sostener que no se debe investigar la historia de Cristo a la luz de la razón. ¿Cómo y con qué, entonces, puede enjuiciarse un libro, sea el que fuere? ¿A la luz de la sinrazón, tal vez? (citado por David Strauss en Voltaire, p. 198).

Y estos estudios racionales que sobre la figura de Jesús han de hacerse concluirán, suponía Voltaire, que Jesús ha sido un hombre y sólo un hombre, aunque un hombre de gran carisma y virtud, comparable, bajo muchos aspectos, con Sócrates:

Por lo que se refiere a Jesús, hasta sus enemigos tienen que reconocer [...] que poseía el raro talento de conquistar discípulos. Este dominio sobre los espíritus [...] no se adquiere nunca sin talento y sin buenas costumbres, sin una conducta intachable, libre de abominables vicios. Para convertirse en guía de otros hay que empezar por ganar su respeto; nadie puede inspirar a otros fe si no se le tiene en elevado concepto. No cabe duda, pues, de que Jesús debió de ser un hombre fuerte y activo, que poseía el don de agradar y cuya vida, sobre todo, estaba a salvo de todo reproche. Me atrevería a llamarlo [...] un Sócrates rural. Ambos predicaban la moral, sin poseer una determinada profesión; ambos tenían discípulos que los adoraban y enemigos que querían perderlos; ambos pronunciaron palabras duras contra los sacerdotes de su pueblo; ambos fueron condenados a muerte y ejecutados (citado por Strauss en ibíd., p. 199).

Tanto Jesús como Sócrates se especializaron en predicar la moral, y no caben dudas de que dicha moral era la misma, y que era buena:

Un hombre que se hace pasar por profeta puede decir o hacer locuras y necedades, y no importa que se las echen en cara; en nada perjudica esto a su carrera, como demuestra hasta la saciedad el ejemplo de cuáqueros y metodistas. Lo que no puede predicar es el vicio y el crimen. Para impresionar a las gentes, tiene que exhortarlas necesariamente a la virtud. Por eso Sócrates, como Jesús, sólo podía predicar una moral buena, y la buena moral es siempre y dondequiera la misma (ibíd., pp. 199-200).

"La buena moral es siempre y dondequiera la misma"; no puedo menos que saludar este universalismo ético de Voltaire, imprescindible de señalar en estos tiempos de dudosos relativismos. Y también coincido en la comparación Sócrates-Jesús, y en negar la divinidad de cualesquiera de estos personajes.
Pasando ahora al tema de la Iglesia cristiana, entiende Voltaire que no fue una invención de Jesús, que Jesús no había planeado esa consecuencia de sus predicaciones:

Me atrevo a afirmar, y creo que los hombres más sabios y más razonables estarán de acuerdo conmigo, que Cristo jamás pensó en fundar una nueva religión. El cristianismo, tal como existe desde los tiempos de Constantino, es una religión tan extraña a Jesús como pueda serlo a Zoroastro o a Brahma. Jesús se ha convertido en un pretexto de nuestras fantásticas doctrinas y de nuestras persecuciones religiosas, pero no es su autor. Me jacto [...] de poder demostrar que Cristo no era cristiano, que, lejos de ello, habría rechazado con asco nuestro cristianismo, esta religión que hemos recibido en herencia de Roma (citado por Strauss en ibíd., p. 202).

Y es que Voltaire asociaba la religión cristiana principalmente con el tema de las guerras y las persecuciones, y como era él un hombre de paz y de tolerancia, no podía menos que indignarse ante el sanguinario prontuario que venía exhibiendo el cristianismo desde sus comienzos. "Me atrevo a asegurar --dice Voltaire por boca de Fréret en uno de sus más picantes diálogos-- que desde el Concilio de Nicea hasta la sedición de las Cévennes, no ha pasado un solo año en que el cristianismo no haya vertido sangre", y enumera:

Releed la historia de la Iglesia; ved cómo los donatistas y sus adversarios pelean y se matan; cómo los atanasianos y los arrios [arrianos] llenan de sangre el Imperio por un diptongo[1]; cómo los cristianos bárbaros se quejan amargamente de que el prudente emperador Juliano no les dejó degollarse y aniquilarse. Ved todo ese desfile de espantosas matanzas, a legiones de ciudadanos muriendo en los suplicios, a cientos de príncipes asesinados; ved las hogueras que iluminan con su resplandor vuestros concilios, a doce millones de inocentes, sin más pecado que ser los habitantes de un nuevo hemisferio, abatidos como las bestias de un coto de caza, so pretexto de que se resistían a ser cristianos, y, en nuestro viejo hemisferio, a los cristianos mismos inmolados sin cesar los unos por los otros: ancianos, niños, madres, mujeres, muchachas, sacrificados en masa en la cruzada de los albigenses, en las guerras de los husitas, en las de los luteranos, los calvinistas, los anabaptistas, en la noche de San Bartolomé, en las matanzas de Irlanda, en las del Piamonte, en las de las Cévennes..., en tanto que el obispo de Roma, muellemente reclinado en su trono, se deja besar los pies y cincuenta castrados elevan a los espacios sus trinos, para que no se aburra. Pongo a Dios por testigo de que este retrato es fiel, y no osaréis contradecirme (La comida del conde de Boulainvilliers, citado por Strauss en ibíd., pp. 278-9).

Y como un abate presente en la discusión le reprochara al autor de este alegato que no debe culparse a la religión cristiana de los abusos que se cometen a la sombra de ella, el propio conde de Boulainvilliers lo retruca:

Bien estaría eso si los abusos fuesen pocos. Pero si los sacerdotes han tratado de vivir a costa nuestra desde que Pablo o quien tomara su nombre escribió «Qué, ¿no tenemos potestad de comer y beber, y de traer con nosotros a una hermana o a la mujer, como los otros apóstoles?»; si la Iglesia ha pugnado siempre por invadirlo todo; si ha empleado siempre todas las armas posibles para arrebatarnos nuestros bienes y nuestras vidas [...]; si nos encontramos con que la historia de la Iglesia es una cadena ininterrumpida de querellas, imposturas, vejaciones, engaños, rapiñas y asesinatos, ¿cómo no llegar a la conclusión de que el abuso está en la cosa misma, y no en quienes la manejan, por lo mismo que el lobo es por naturaleza una bestia carnicera, y a nadie se le ocurriría decir que es por un abuso por lo que chupa la sangre de los corderos? (Ibíd., p. 279).

Magistral. Magistral y valiente, por mucho que el autor se haya escondido en las sombras del anonimato al publicar estas palabras.

[1] El diptongo al que hace referencia Voltaire es el siguiente: En el concilio de Nicea se discutía si Cristo era, con respecto al Padre, "HOMOOUSIS" u "HOMOIOUSIS", o sea, "IGUAL" O "PARECIDO". Los arrianos, al igual que hoy los islámicos, consideraban a Cristo un gran profeta, pero agregándole esa "I", le quitaban su divinidad. El caso es que los partidarios de HOMOOUSIS, armados y enfurecidos, sacaron a los arrianos y donatistas del concilio y mandaron a la otra supuesta vida a los que pudieron.

martes, 27 de noviembre de 2012

Voltaire y las cuestiones últimas de la metafísica


Dos buenas y una mala dentro del sistema de pensamientos metafísicos de Voltaire. Empecemos por la mala.
Negaba Voltaire --aunque no dogmáticamente, es menester aclararlo-- la inmortalidad de las conciencias individuales, y la negaba valiéndose de los argumentos más pedestres utilizados comúnmente por los cientificistas:

No viendo, como no veo, que el pensamiento y la sensación del hombre sean cosas inmateriales, ¿quién puede demostrarme que sean eternas? ¿Cómo ignorando, como ignoro, lo que es el pensamiento he de afirmar que hay en él una parte eterna por su naturaleza? Y negando la inmortalidad a lo que anima a este perro, a este papagayo, a este tordo, ¿voy a concedérsela al hombre, por la única y sencilla razón de que éste la apetece? Sería muy agradable, en realidad, sobrevivirse a uno mismo, conservar la mejor parte de uno mismo al destruirse el resto, vivir para siempre en unión de sus amigos, etc. No cabe duda de que esta quimera sería un consuelo en medio de los reveses de la realidad. Tampoco puedo decir que posea pruebas contra la inmortalidad del alma; digo únicamente que todas las probabilidades están en contra de ella (citado por David Strauss en Voltaire, pp. 184-5).

Este discurrimiento volteriano pierde gran parte de su fuerza simplemente concediéndole a ese perro, a ese papagayo y a ese tordo la misma inmortalidad que le concedemos a la gente, sin siquiera sospechar que haya tordos o papagayos que la imploren o la deseen. De todas formas, sigue siendo el suyo un argumento válido para negarla. Strauss indica una inconsecuencia lógica en el pensamiento metafísico de Voltaire relacionado con este asunto, porque entiende que Voltaire creía en la justicia divina, "y puesto que ni él mismo afirmaba que la justicia divina se realizase plenamente en esta vida, ¿cuándo va a cumplirse si no cree en la otra?" (Ibíd., p. 185). Pero lo cierto, me parece, es que Voltaire no creía, en su fuero interno, en la justicia divina, simplemente la propagandeaba por considerarla una idea útil para la masa del pueblo, un remedio disuasorio:

Cuando los hombres no tienen nociones claras de la Divinidad, las ideas falsas la suplen, como en los malos tiempos se trafica con moneda devaluada cuando no se tiene moneda buena. El pagano no osaba cometer un crimen ante el  temor de ser castigado por los falsos dioses [...]. En todos los sitios en que  hay establecida una sociedad es necesaria una religión; las leyes velan sobre los crímenes conocidos y la religión sobre los crímenes secretos (Voltaire, Tratado sobre la tolerancia, capítulo XX).

Se nota claramente que en este pasaje Voltaire entiende por "religión" la creencia en la justicia divina. Es decir, la considera como una idea falsa. Al igual que yo; con la diferencia de que yo la considero, además de falsa, nociva[1].
Siempre dentro de sus postulados metafísicos defendía Voltaire dos ideas muy caras a mi propio sistema: el finalismo y el determinismo. Respecto del finalismo, Strauss sostiene que Voltaire construye toda su concepción de la naturaleza en base a él:

Nuestro poeta reacciona de un modo resuelto y hasta pasional siempre que alguien intenta explicar la naturaleza prescindiendo de todo fin asignado exteriormente a ésta, pretendiendo demostrar la existencia dentro de ella de fuerzas propias de vida y de desarrollo (Strauss, ibíd., pp. 178-9).

Reacciona, pues, en este caso, del mismo modo que reaccionaría yo. Y en el caso del libre albedrío, experimenta un vuelco similar al mío: empieza siendo indeterminista y acaba siendo un determinista rotundo. He aquí la posición del Voltaire maduro en este tema capital de la metafísica y la ética:

Ser libre --tal es ahora el criterio fundamental de Voltaire, expuesto reiteradas veces-- es poder hacer lo que se quiere, no es poder querer lo que se desea. Soy libre cuando puedo hacer lo que quiero, pero lo que quiero lo quiero necesariamente, pues de otro modo mi voluntad carecería de fundamento, de causa, lo que es imposible. Mi libertad consiste en poder andar si quiero y no padecer de gota. Consiste en no cometer ninguna acción mala si mi espíritu se la representa como mala; en reprimir una pasión que mi pensamiento me advierte que es peligrosa. Pero sólo nuestros actos son libres; nuestra voluntad no lo es nunca, pues se halla determinada por nuestras ideas, que no podemos darnos a nosotros mismos. Y es curioso que el hombre no se dé por satisfecho con este margen de libertad, es decir, con la capacidad de hacer, por lo menos en ciertos casos, lo que su voluntad le indica; los astros no poseen esta libertad que nosotros tenemos, y nuestro orgullo nos lleva a creer, a veces, que poseemos todavía más que eso" (Strauss, ibíd., pp. 190-1).

La noción de causalidad como fundamento de todo fenómeno físico y por qué no metafísico: coincidencia total y absoluta con mi propia concepción de lo que significa ser un hombre libre y actuar en consecuencia. Y no me vengan con que Voltaire (y yo, que lo apoyo en esta cruzada) comete una inconsistencia lógica cuando admite la teleología y el determinismo de modo conjunto, porque tal inconsistencia es ilusoria, como ya lo dejé claro en la entrada del 9/5/12.
Pero nuestra coincidencia en el tema del determinismo allí se queda, en la pura teoría. Porque ¿de qué sirve ser determinista si no se aplica este punto de vista a las ideas éticas que uno sostiene? Pues bien; si hemos de darle la razón a Strauss,

Voltaire no creía que este determinismo menoscabase en lo más mínimo la moral [...]. El vicio es siempre vicio, como la enfermedad es siempre enfermedad. Siempre será necesario poner coto al mal, y si los malos dicen que se sienten impulsados al crimen hay que contestarles que están también destinados a la pena (Strauss, ibíd., p. 191).

"Los malos están destinados a la pena": Voltaire hablando como teólogo de la Inquisición. ¿Será que en el fondo verdaderamente creía en la justicia divina? Una pena.


[1] Pero tal vez tuviera razón Strauss: "Ninguna sociedad --afirma Voltaire en otro lado-- puede existir sin justicia: proclamamos con ello la existencia de un Dios justo. Cuando las leyes del Estado castigan los delitos conocidos, proclamamos la existencia de un dios que castigará los delitos ignorados" (citado por Strauss en ibíd., p. 181). ¿Es esto mera propaganda o es una idea bien sentida? Nunca lo sabremos con certeza. Sólo sabemos que si lo cierto es lo segundo, la contradicción con su negación del más allá parece insuperable.

lunes, 26 de noviembre de 2012

Voltaire y el temor al martirio


Voltaire era perfectamente consciente de que sus opiniones políticas y religiosas eran subversivas para la época, y si bien fue dos veces encarcelado en la Bastilla, siempre se cuidó de no poner en riesgo su vida por culpa de sus ideas. "Soy un amigo sincero de la verdad, pero no aspiro a la palma del martirio", le escribió en cierta oportunidad a su amigo D'Alembert, y en ocasión de publicarse su Diccionario filosófico, le comentó a este mismo personaje: "Tan pronto como se presente el menor peligro, os ruego encarecidamente que me lo aviséis para que, con mi honradez e inocencia acostumbradas, desautorice la obra en todos los periódicos" (citado por David Strauss en ibíd., p. 149). Sin embargo, no voy a caer aquí sobre Voltaire, porque a mí (contrariamente, por ejemplo, a lo que opinaba Unamuno) me interesan mucho más las ideas que carga una persona que la persona misma, y si para continuar cargando esas ideas hace falta escudarse en el anonimato o redondamente negarlas (como Galileo), bienvenida sea la estratagema, siempre y cuando continuemos fogoneándolas desde la furtividad. Continúa, pues, Voltaire bien parado en este respecto, y también yo, que si bien carezco de popularidad, desde hace tiempo firmo con un seudónimo que mantiene a mi persona de carne y hueso relativamente al margen de cualquier disputa propiciada por los infaltables intolerantes.

domingo, 25 de noviembre de 2012

Voltaire terrateniente



"... Y, así como antes no había podido resistir a la tentación de especular en negocios bancarios y comerciales, ahora sintió un impulso irresistible de hacerse terrateniente", comenta David Strauss desde la página 146 del libro sobre Voltaire que estoy analizando. Tal impulso rindió sus frutos en 1758, cuando adquirió dos extensas posesiones situadas en la zona francesa fronteriza de Gex: el castillo y el señorío de Tourney, y también el señorío de Ferney. Feliz en medio de tanta casa y de tanta tierra propia, llevaba Voltaire

una vida muy dispendiosa. La instalación de sus palacios y casas de campo era, si no precisamente lujosa, confortable y digna. Pero los numerosos criados y jornaleros a quienes tenía que sostener y, sobre todo en los primeros años de esta época de su vida, el gran número de invitados a que tenía que atender y agasajar representaban un gasto muy considerable (ibíd., p. 237).

"Como vemos --concluye Strauss--, después de haber tenido que renunciar a vivir acogido al favor de los reyes, ponía cierto empeño en vivir como un rey en sus propias tierras" (ibíd., p. 147), y entonces me pregunto algo parecido a lo que me preguntaba en la entrada del martes: ¿hubo algún pensador preclaro que fuera a la vez terrateniente? "Séneca", podría contestarme alguien, y yo tendría que morderme la lengua. Muy bien, aceptémoslo: Séneca y Voltaire, hermanados por el amor al conocimiento y el amor a las riquezas telúricas. De Séneca y su defensa de las posesiones materiales ya he hablado hace unos años; de Voltaire hablo ahora, y digo que mi antipatía hacia él continúa in crescendo.