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martes, 28 de febrero de 2012

Amor e inteligencia


Si existe en el mundo un hecho notorio, verificado por la más rectilínea experiencia, es la imposibilidad de unir y asociar eficazmente el Amor y la Sabiduría.
León Bloy, La salvación por los judíos

Teniendo en cuenta que del amor que profesemos en nuestra vida dependería nuestra felicidad terrena, sería deseable --al menos para mí-- emitir una opinión acerca del sentimiento más grande y puro existente sobre la tierra.
Si pretendiese definir al amor, caería en una serie de metáforas y alegorías ridículas por ser solo los poetas quienes poseen el don de comunicar con palabras parte del mensaje implícito en cada sentimiento. Por eso voy a conformarme con hacer un simple análisis exterior al amor mismo, análisis que comenzará con el criterio de "distribución ideal" que, a mi juicio, debería ser el blanco en el cual el buen amante intentase hacer centro.
Amar a Dios por sobre todas las cosas, y amar luego, en un nivel inferior pero potente y constante, a todas las demás criaturas, a todas por igual, incluyéndose uno mismo, los animales, las plantas e incluso las "cosas", sería según mi modo de ver la manera perfecta de distribuir nuestro amor hacia cada rincón del universo[1].
Sin embargo, soy consciente de la laboriosidad que hoy implica el pretender llegar a amar, de Dios para abajo, a toda la creación por igual. Observando esta situación, y ya que venimos hablando de pizzas y blancos, me permitiré dejar el criterio de distribución ideal del amor para más adelante (para muchos millones de años más adelante, supongo) y concentrar entonces mis esfuerzos en la elaboración de un sistema un poco más pragmático que el antedicho teniendo en cuenta los tiempos que corren.
Se me preguntará qué tienen que ver las pizzas y los blancos con todo lo expuesto luego de que mencionara estos aparejos, a lo que responderé que no se esponjen, que ya viene la nueva idea que, lo admito, de similitud con una pizza solo tiene su contorno gráfico circular, pero que será muy útil emparentarla --siempre gráficamente-- con las gradaciones de un blanco de puntería.
De acuerdo con el siguiente punto de vista, el amor a esparcir podría tomarse como si fuese la onda expansiva de una bomba que ha estallado. El centro mismo de la bomba, el epicentro del terremoto, es Dios, y en consecuencia es Él el más expuesto a la explosión. Después vienen los seres humanos. Esta clasificación incluye a los seres humanos corporalmente vivos, a los que corporalmente ya murieron e incluso, mediante un gran esfuerzo de intuición, a los hombres que en el futuro habitarán el planeta. Amar a una mujer en especial, amar más a nuestros hijos o a nuestra madre que a los hijos o las madres de cualesquiera otros, es un hecho que hoy se acepta como deseable y que tal vez sea indispensable como escalón de la evolución perfecta del amor; pero circunscribir nuestra entrega de amor en un círculo tan reducido como siempre es una familia no es más que una circunstancia que impide --teniendo en cuenta que, cuanto más y mejor se distribuye, más se inflama--, que impide que nuestra provisión de amor tenga un superávit en crecimiento[2].
Después de los seres humanos, la onda expansiva llegaría aún con fuerza hacia el resto de las criaturas pertenecientes al reino animal, y cubriría tanto a nuestro fiel perro doméstico como al gusano que se arrastra por el jardín del vecino.
El reino vegetal sería el siguiente grupo a ser alcanzado por la onda[3].
Finalmente, vendría el grupo de las "cosas", que incluiría la totalidad de la materia "muerta"[4], tanto la orgánica como la inorgánica, tanto nuestra camisa favorita como el pedregoso suelo de Marte.
Dos aclaraciones. 1) Para los cristianos, el amor a Cristo lo considero fundido con el amor a Dios, y por eso no lo nombro. 2) No sé muy bien dónde ubicar al mismo amante. No sé si ponerlo junto con el grupo de los seres humanos o degradarlo, en pro de su mayor humildad, al sector de la materia inanimada. En definitiva, creo que es indispensable amarse suficientemente uno mismo para poder amar a los demás; pero este autoamor deberá ejercerse con sumo cuidado si no se quiere caer en la tentación de la soberbia y el narcisismo. "Ama a tu prójimo como a ti mismo", dice la Biblia; así que habrá que amarse nomás, pero sin perder nunca la humildad y la predisposición latente a humillarse ante cualquier tipo de circunstancias --un equilibrio de vida que lejos estamos hoy la mayoría de los humanos de poder lograr[5].
Esto es todo lo que diré por ahora del amor con relación a su entrega, es decir, de la caridad del amor.
Yo ya había asociado, a finales de 1995, al amor con la inteligencia, negando sin pruebas la opinión que Jules Renard expresa en su Diario acerca de que el uno mata a la otra. Después intenté aclarar que la inteligencia no es incompatible con la felicidad como mucha gente cree, sino que, por el contrario, la verdadera felicidad necesita de la inteligencia como un bebé necesita la leche de su madre. Quería demostrar, en un principio, que el amor y la inteligencia estaban directamente relacionados, pero no se me ocurrió mejor cosa que suplantar al amor por la felicidad y comentar la relación entre esta y el intelecto. Sin darme cuenta, se formó el triángulo amor-felicidad-inteligencia, pero la definición de algunos de sus lados estaba un tanto confusa.
Empecemos por la felicidad.
La felicidad de la que se habla en la mayor parte del ensayo correspondiente al 6 de enero de 1996 no es en realidad la misma felicidad de la que luego digo es el fin último del hombre. En ese momento di por terminado el asunto diferenciando a la felicidad de la verdadera felicidad, pero sin especificar mayormente cuáles eran las cualidades de cada una de ellas. No estoy en condiciones de hablar de la verdadera felicidad tal como es en sí misma porque nunca, o a lo sumo en excepcionalísimas circunstancias, la he experimentado; pero sí puedo definir a la otra, a la falsa felicidad, ya que pasé muchos momentos de mi vida inmerso en ella.
De aquí en más, cuando hable de "felicidad" estaré hablando de la verdadera felicidad, y por lo tanto de la única. Lo que en aquella oportunidad llamé felicidad --a secas--, lo llamaré ahora "alegría diversiva", pues no es más que un estado de ánimo en el cual cae nuestro espíritu cuando se contenta con ciertas distracciones ajenas a su esencia que penetran en él a través de los sentidos.
El término "diversivo" hace alusión al significado de la palabra "diversión" tal como se lo conoce habitualmente, es decir, en el sentido de pasar un momento emotivamente agradable, pero también al significado digamos militar del vocablo, como si al "divertirnos" o alegrarnos divertidamente no estuviésemos haciendo otra cosa que una "maniobra de distracción" destinada a nuestro espíritu que lleva implícita el objetivo de desorientarlo, de hacerle confundir los flancos... Con el objetivo, en definitiva, de inutilizarlo para la defensa de nuestro propio ser que le había sido encargada. Esta aclaración es fundamental para comprender los alcances reales de la alegría diversiva y su más o menos inconsciente función intestina.
Es fácil deducir que una persona que se ríe frente al televisor está siendo presa de la alegría diversiva. Pero si tomamos el caso de un ser que, movido por la gula, devora un inmenso sánguche, nos parece difícil imaginar que dicho glotón, en el momento de la ingesta, se esté "divirtiendo". Y sin embargo --de acuerdo a lo antedicho-- se divierte, porque si bien el sabor del jamón no le provoca lo que se conoce generalmente como "alegría", ni tampoco se "emociona" con el gusto del queso, esos bocados movilizan su sentido del gusto, lo despiertan, y este manda el placentero mensaje hacia el espíritu, quien se distrae, se "divierte" de su función específica para gozar del bocado artificial, ya venga este exento de emociones y sea puro entretenimiento sensorial --como cuando se habla de comida-- o formando una mezcla homogénea de satisfacción sensitiva y emoción derivada de ella --como el citado caso de la televisión, o al bailar con una mujer, o sobre una montaña rusa.
Yo no digo que deba desterrarse la alegría diversiva de nuestras vidas --no lo digo porque sería prácticamente imposible hacerlo en el mundo actual, al menos en Occidente--; lo único que pretendo con todo esto es que no se confundan los términos, que no se tome por felicidad lo que solo es un modesto sentimiento de alegría o bienestar. Y que no se abuse de estas situaciones efímeramente placenteras, primero porque, por su propia naturaleza, si pierden su efimeridad pierden también su placer, y segundo porque este tipo de jolgorio sí es incompatible con la inteligencia, según se ha explicado en aquel ensayo de principios del año pasado.
Además, ¿dónde está el límite entre las emociones benéficas que suscita, por ejemplo, el contemplar una puesta de sol, o el escuchar una bella melodía, y las alegrías diversivas? Nadie querría hoy privarse de estos legítimos placeres de los sentidos por miedo a no ser inteligente, y por eso recalco, yendo en contra de algunas teorías que pregonan lo contrario, recalco que ciertas alegrías diversivas no deberían hoy reprimirse, aun en desmedro de la búsqueda de la inteligencia perfecta.
Todo lo que nos entra por los sentidos nos "divierte", nos "distrae". El secreto está en saber seleccionar el material que luego nos servirá para fines más elevados que el de un simple divertimento, y descartar el resto. ¿Que cómo se hace esa selección? Sencillo: aprendamos a descubrir si en lo que estamos viendo, oyendo, olfateando, tocando; si en lo que estamos sintiendo con nuestros sentidos y nuestros sentimientos... hay poesía. Si la hay, olvidémonos por un momento de la meta suprema, olvidémonos del anonadamiento de nuestro ego y nuestra voluntad exterior y sintamos el mensaje que el mundo, que la Creación, nos da de parte de su Creador para que valiéndonos de esas pistas exteriores saquemos alguna conclusión que nos permita seguir avanzando.
Y ¿qué pasa mientras tanto con la inteligencia? En relación con este tipo de alegrías, ya lo hemos visto: sale perjudicada. Se podría decir que cuanto más material ingresa sensitivamente solicitando su parecer, más se pervierte. Sé que la pasada frase sonará un tanto blasfema en los oídos de algunos eruditos, por eso es que voy a tratar de explicar qué es lo que quise decir con ella.
La inteligencia se alimenta de dos tipos diferentes de material: el que le ingresa desde fuera y el que le llega desde dentro. El alimento que la nutre desde dentro de sí misma es muy superior, abismalmente superior que el alimento que le ingresa por los sentidos. Pero qué pasa: el alimento interior no se forma sino gracias al aprovisionamiento de ciertas sustancias presentes en el alimento externo. Estas sustancias no son parte de la "esencia" del alimento externo, y están presentes solo en algunos de estos nutrientes exteriores. Si uno fuese capaz de discernir perfectamente qué conocimientos sensitivos están cargados con mayores y mejores raciones de esta sustancia vestigial, al cabo de alimentarse un tiempo de conocimientos externos ideales la "proteína" del conocimiento interior ya se habrá formado por completo, y entonces uno podría tranquilamente desdeñar cualquier conocimiento que pretendiese interesarle por fuera, pues con el alimento que se formó en su interior tendría cubiertas, en calidad y cantidad insuperables, las necesidades básicas de alimentación de su inteligencia. Pero este "aprovisionamiento ideal" no se da nunca en la práctica, y esta circunstancia nos obliga a seguir dependiendo de la información sensitiva para que nuestra mente pueda sobrevivir (si a una persona no suficientemente esclarecida le impedimos utilizar todos y cada uno de sus sentidos por un cierto tiempo, lo más probable es que dicha persona enloquezca).
Conforme nos vayamos aprovisionando interiormente, menor necesidad tendremos, por ejemplo, de leer --que es lo que creo molesta de este razonamiento a los que equiparan inteligencia con erudición--, o de utilizar cualquier capacidad sensitiva en beneficio de nuestra inteligencia. Pero mientras tanto, mientras buscamos la capacidad de vivir inteligentemente sin necesidad de percibir lo que nos rodea, y en tanto no la encontremos, debemos alimentar nuestra mente con el régimen mixto, y eso significa que debemos valernos de nuestros sentidos tanto como nos haga falta y sacar de ellos el mayor provecho.
Para tratar el delicado tema de la inteligencia con relación al amor, es necesario, como hicimos con la felicidad, definir el concepto de inteligencia tal como se conoce y agregar una definición ideal tal como la conocemos nosotros.
La definición de inteligencia no es, según nosotros, la capacidad que tiene el cerebro de acumular conocimientos y, gracias a la memoria, evitar que estos se desvanezcan. Tampoco tiene que ver directamente con la capacidad de razonamiento abstracto que cada mente posee[6]. En un sentido popular, la inteligencia viene a ser la capacidad que tiene la mente de resolver problemas (independientemente de los instintos). Si esto es así, aquí deberemos plantear una nueva definición del concepto que sea un poco más específica. Entra en acción entonces el término "inteligencia trascendente", que definiremos como la capacidad que tiene la mente humana (no ya la de cualquier especie) de resolver los problemas esenciales de su existencia. Para ejemplificar la diferencia existente entre ambas inteligencias, podríamos decir que un hombre que resuelve cierto problema que se le ha presentado en su vida, como podría ser, para un matemático, una ecuación muy complicada, o para un alpinista el decidir qué sector de la ladera es más conveniente para la escalada; podríamos decir que esa persona que ha resuelto satisfactoriamente su más o menos complicado problema es un individuo inteligente. Por otra parte, aquel ser humano que descubre mentalmente la manera correcta de aumentar su felicidad, ese ser humano es quien trasciende la inteligencia común y se transforma en un ser trascendentemente inteligente.
(No quiero aquí pecar de soberbio al haber dicho hace pocas horas que había descubierto el camino de la felicidad y ahora decir que quien consigue aumentar su felicidad es trascendentemente inteligente. Solo intento decir las cosas tal como me parece que son; si en esa intención alguien --como yo mismo-- adivina un autoelogio, eso no es más que un incidente secundario en el que no vale la pena perder el tiempo. Además, en defensa de mi humildad debo decir que hoy no soy más feliz que ayer --al menos en un grado suficiente como para sentirlo--, lo que demuestra que, o bien mi teoría es falsa, o bien no tengo la suficiente fe como para creer en ella y ponerla en práctica, motivos ambos muy válidos para refutar las bondades de mi supuesta inteligencia trascendente por un lado, o contrarrestarlas con un corazón realmente idiota, por el otro.)
Según Jules Renard, "el amor mata la inteligencia". Esta frase no me pareció correcta en un principio, y así lo hice saber; pero habiendo definido ahora en forma conveniente uno de los dos términos, me atrevo a decir que tal vez Renard no estaba equivocado, y que es muy probable que el amor sí mate a la inteligencia.
Todos saben que quien se enamora de un hombre o de una mujer se vuelve torpe, despistado; descuida sus estudios, su trabajo, sus quehaceres habituales y se consagra enteramente a lo único que le interesa: su pasión por el ser amado. Viéndolo desde este punto de vista, desde el punto de vista tan utilizado --al menos en la intención-- del amor monopersonal, es decir, del amor volcado hacia una sola persona, tenemos como conclusión que aquel amante, cuanto mayor grado de amor sienta, más inconvenientes tendrá en resolver con su mente ya no despejada los problemas de la vida diaria que otrora ocuparan toda su capacidad de pensamiento y en consecuencia no se le hiciera tan molesta y complicada su resolución. Dicho de otra manera, y siguiendo la definición acordada líneas arriba, el amante se ha vuelto menos inteligente[7].
Si esto le ocurre a una persona que vuelca su amor tan solo en un único individuo, ¿qué se podría esperar de un ser humano que reparte su amor por toda la humanidad, no digamos ya por todo el universo? Si creemos en la teoría de la "pizza mágica" (ver la primera nota al pie de esta misma entrada), deduciremos que cuanto más uno se desprende de su amor, y cuanto más divide la pizza en porciones que alcancen para todos y luego se renueven con creces, mayor amor le volverá a nacer en su corazón para seguir entregando[8]. Esto significa que ya que el enamorado unipersonal, que obsequia su pizza toda sin necesidad de cortarla en porciones, se vuelve así de tonto entregando una cantidad de amor comparativamente pequeña, no cabe duda de que nuestro nuevo "enamorado de la humanidad" será un "inútil" irremediable. Sí, será un inútil nada inteligente, porque no podrá pensar en otra cosa que en el amor que siente por el prójimo, y esto le impedirá meditar sobre los problemas de la vida cotidiana que afligen al común de la gente, como qué comer por la noche o qué colectivo tomar para ir al trabajo, por ejemplo. Jules Renard podrá tener razón; este "loco" enamorado podrá ser poco inteligente. Pero ¿qué hay de su inteligencia trascendente? Hemos definido a este tipo de inteligencia como "la capacidad que tiene la mente humana de resolver los problemas esenciales de su existencia", y hemos dicho que la búsqueda de la felicidad era uno de esos esenciales problemas. ¿Y acaso este poco inteligente personaje no ha encontrado la solución a ese supremo dilema? ¿Acaso podemos decir, mirándolo a los ojos, que ese hombre no es feliz? Podrá ser un idiota cocinando tortillas, o un imberbe aprendiendo física cuántica, o un inepto invirtiendo dinero, o un incapacitado hasta para discernir en qué instante habrá de cruzar la calle sin que lo atropellen; pero yo me pregunto: ¿necesita pensar en todas esas cosas? Uno lo mira desde un punto de vista propio y claro, concluye que es un tonto; pero si volvemos un poco más atrás y revisamos la definición de inteligencia --no la trascendente sino la común, la que todos más o menos ejercemos--, nos encontramos con que "inteligente" es aquel ser mentalmente preparado para resolver sus problemas. Preguntémosle a él mismo --o un psicólogo, si no le creemos-- cuáles son los problemas que lo aquejan; ambos concluirán que estos problemas no existen[9]. Claro que una persona que no piensa siquiera en cómo solucionar los problemas básicos de su supervivencia termina muriéndose; pero ni siquiera esta cruda certeza cobra la forma de un problema en el espíritu del enamorado. Para él, la muerte corporal no es más que un hecho anecdótico. Atendiendo a estas razones se podrá suponer que esos incurables enamorados a los que no los intranquiliza ni su propia supervivencia son siempre las presas predilectas de la Parca, pero esto no es tan así: el amor siempre vuelve, y quien deja de cuidarse a sí mismo para amar a los demás, recibe el cuidado de los demás, que suele ser mucho más celoso que el cuidado que podría ofrecerle su propio y justificado miedo a la muerte.
Algunas personas que no aman a nadie pretenden equiparar la felicidad proveniente de la fe religiosa[10] con la "felicidad" de un borracho en el bar. No tengo una respuesta concisa que otorgarles a estas gentes, pero les recomiendo que lean aquello de la diferencia entre felicidad y alegría diversiva, y si no quieren tomarse ese penoso trabajo, los insto a que averigüen si ese borracho sigue tan "feliz" después de salir del bar, durante las horas siguientes, durante los días siguientes y durante los años siguientes que le resten por vivir, y mismo seguimiento para el religioso. Si son el uno un auténtico borracho, y el otro un auténtico religioso, la "calidad" de sus alegrías y el contraste de lo efímero con lo constante harán que la comparación se torne tan ridícula como la vida que seguramente sobrellevan quienes confunden dos conceptos tan dispares.
Tenemos entonces el mismo viejo triángulo de amor, felicidad e inteligencia, pero ahora con sus lados --creo yo-- un poco más definidos.
Resumiendo, las conclusiones que se desprendieron de este juego son tres:
1) La capacidad de amor de un individuo es directamente proporcional al grado de felicidad que experimentará en su paso por la tierra.
2) No solo no es obligatorio resignar la inteligencia para ser feliz, o resignar la felicidad para ser inteligente, sino que la inteligencia --la inteligencia trascendente-- se hace indispensable si se pretende llegar a la felicidad terrena.
3) El amor no solo no mata a la inteligencia (trascendente), sino que resulta indispensable si se pretende llegar a ella --y viceversa.

Tamizando más finamente los gránulos que lograron pasar tenemos que
A) No se puede ser amante sin ser feliz y sabio.
B) No se puede ser feliz sin ser sabio y amante.
C) No se puede ser sabio sin ser amante y feliz.

Amo los triángulos. Y ya vendrán dentro de poco más pruebas de mi pasión trigonométrica...


[1] Esto de "distribuir" no sería del todo correcto, pues no creo que el amor pueda repartirse, digamos, como una pizza, dándole tres o cuatro porciones a Dios, un par a los seres humanos, un par a los animales, etc., sino que considero al amor como un todo que tiene la capacidad de ir a todas partes al mismo tiempo sin que por ello merme, en relación a la cantidad y calidad del total, la ración de amor a ser esparcida por cada sector. Para hacerlo más sencillo, volvamos a la figura anterior y digamos que sí, que es una pizza, pero una pizza mágica. Para quien, impedido, por ejemplo, por su gula o avaricia, no la comparte y se la come entera él solo, es una pizza común, y de las más berretas. Una prepizza. Pero para quien se preocupa de que todos tengan su parte, ocurre lo extraordinario: cada porción entregada muta en una nueva pizza, tan grande y sabrosa como la original y que a su tiempo podrá ser compartida bajo los mismos mágicos términos que ésta; y a su vez, en la original, el espacio vacío por la porción entregada es ocupado por un agrandamiento de la masa restante, y siendo que este agrandamiento no solo se limita a cubrir el espacio desprendido, sino que además, como quien no quiere la cosa, se extiende recubriendo el borde íntegro del circular alimento, tenemos como resultado el aumento del grandor total de la pizza con cada porción entregada.
[2] (Nota añadida el 15/4/19.) Bertrand Russell denomina “hombre instintivo” al que persigue solo el bienestar de su entorno más íntimo: "La vida del hombre instintivo se halla encerrada en el círculo de sus intereses privados: la familia y los amigos pueden incluirse en ella, pero el resto del mundo no entra en consideración [...]. Esta vida tiene algo de febril y limitada. En comparación con ella, la vida del filósofo es serena y libre. El mundo privado, de los intereses instintivos, es pequeño en medio de un mundo grande y poderoso que debe, tarde o temprano, arruinar nuestro mundo peculiar. Salvo si ensanchamos de tal modo nuestros intereses que incluyamos en ellos el mundo entero, permanecemos como una guarnición en una fortaleza sitiada, sabiendo que el enemigo nos impide escapar y que la rendición final es inevitable. Este género de vida no conoce la paz, sino una constante guerra entre la insistencia del deseo y la importancia del querer. Si nuestra vida ha de ser grande y libre, debemos escapar, de uno u otro modo, a esta prisión y a esta guerra" (Los problemas de la filosofía, cap. XV).
[3] No voy a entrar en detalles aquí, pero cada vez estoy más convencido de que algo sorprendente --y maravilloso-- sucede en la vida de las plantas, quienes no solo no serían inconscientes como algunos suponen, sino que tendrían --al menos algunas de ellas-- un nivel de conciencia, de inteligencia y de emotividad aún más alto que algunos animales y tal vez que el hombre.
[4] Meditando sobre la Creación, uno comprende que nada está muerto, que hasta el objeto más vil, que hasta la materia más repugnante, tiene un alma completamente viva.
[5] Mi psicólogo de cabecera me llama la atención a este respecto aclarándome que desde Lutero hasta Kant, desde Calvino hasta Freud, los conceptos de egoísmo, narcisismo y otras aberraciones semejantes se han equiparado a la idea del amor a sí mismo, y por eso muchos suponen que autoamarse es un pecado. Para discernir las abismales diferencias existentes entre el amor a uno mismo y las otras opciones, bastará con leer racionalmente las páginas 145 a 148 de El miedo a la libertad, de Erich Fromm.
[6] Sí, todo ser viviente es potencialmente capaz de razonar abstractamente; lo que pasa es que a medida que descendemos en la escala biológica, los razonamientos de los seres inferiores se hacen harto limitados (dependiendo entonces más de su instinto que de su razón).
[7] Es cierto que esta típica "estupidez de enamorado" no suele durar más de unos cuantos días, pero esto no quiere decir que la inteligencia se haya adaptado al amor, sino simplemente que el amor ha desaparecido, o que nunca existió --habiéndose confundido, como tantas tristes veces se confunde, al amor con el enamoramiento.

[8] (Nota añadida el 25/10/14.) Benjamín Franklin pensaba, sobre la distribución sentimental, algo parecido: "Las operaciones del espíritu, estima, admiración, respeto y aun cariño a un objeto, pueden multiplicarse tanto como objetos que los merezcan se presenten y, sin embargo, continuar iguales para el primero, por lo cual no hay lugar para la queja ni para sentir ofensas" (Autobiografía, p. 287, carta a la señora Brillon).
[9] Dicho sea de paso, se podría establecer una relación inversa entre el grado de felicidad y el grado de perturbación psicológica que promueven en el ser humano los problemas de la vida cotidiana. Esto significa que cuanto más nos desinteresemos de los problemas intrascendentes y cuanto menos nos desesperemos por solucionar los trascendentes, o sea, cuanto menor cantidad de problemas nos sintamos obligados a resolver, más felices seremos --y más problemas trascendentes resolveremos.
[10] Estamos hablando de amor, no de fe; pero como dijo la madre Teresa de Calcuta, ¿qué otra cosa es el amor sino la fe activa?

jueves, 23 de febrero de 2012

En el borderláin de la sofistería

Hecho sin precedentes: he recibido dinero por corregir un ensayo filosófico. Se trata de un artículo sobre la cosa en sí kantiana escrito por el ingeniero Eduardo Shore, pésimamente redactado, que hube de corregir por intermediación del doctor Maliandi, que fue quien nos presentó. ¿He ingresado, merced a este acontecimiento, en la categoría de sofista?, ¿he comenzado a lucrar con la filosofía? No lo creo. Ser corrector literario no equivale a lucrar con la filosofía, sino con la literatura, y eso sí me lo permito. Quedo, pues, todavía, bien parado.