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domingo, 26 de abril de 2015

El amor al bien

Dos aclaraciones respecto de lo dicho ayer.
Para que aparezca el amor metafísico en un ser humano y, merced a él, pueda este ser amar a otra persona o supuesta persona, es necesario también, además de amar a Dios por sobre todas las cosas, es necesario que el ser al que "apuntamos" con nuestro amor metafísico posea ya un determinado grupo de valores que sean compatibles con nuestra constitución y temperamento. Sólo la persona temperamentalmente equilibrada en sumo grado puede "amar a cualquiera", porque su temperamento, perfectamente triangulado, se compatibiliza con cualquier otro, por desequilibrado que esté. No estoy diciendo aquí que el amante observe primero este tipo de cualidades en determinada persona y esta percepción sea la que motive su amor: este sería el caso del amor espiritual o del amor corporal, pero nunca del amor metafísico; lo que digo es que si el ser al que se "apunta" no es en absoluto compatible, temperamentalmente hablando, con el amante, el amor metafísico no puede darse, por más deseos conscientes que el amante tuviere de que tal amor aparezca. No es cosa de decir "¡quiero amar metafísicamente a ese hombre o a esa mujer!" y luego sentarse a esperar; para el ser imperfecto --el ser temperamentalmente desequilibrado--, el amor metafísico no es fácil de encontrar[1].
Y después está el tema de los tres grandes amores que no apuntan a nada personal o supuestamente personal: el amor al bien, el amor a la verdad y el amor a la belleza. Tratar a Dios, a las ratas o a las piedras como si fuesen entes personales no sé si es correcto en sentido gnoseológico, pero no es ilógico en absoluto; sí es ilógico, en cambio, pensar esto del bien, de la verdad o de la belleza, porque aquí estamos tratando de valores y no de bienes como en los casos anteriores. El Dios al que me dirijo con mi oración no es un valor, sino un portador de valores, es decir, un bien. Si tomo a Dios pura y exclusivamente como un valor, entonces ya no puedo hablarle ni amarlo. El bien (o la cualidad de la bondad) no es un bien, sino un valor, un ente impersonal, y los entes impersonales no pueden ser amados en sentido estricto; lo mismo para la verdad y la belleza. Lo que hay aquí, pues, no es amor, sino pasión. La pasión por la verdad nos lleva a conocer, y si para conocer utilizamos la virtud de la inteligencia trascendente, accediendo así a trascendentes verdades, estamos ejecutando una acción de las más virtuosas que se conocen, pero no estamos amando. La pasión por la belleza nos mueve a crear arte --a través de la virtud del esteticismo centrífugo-- o a contemplarlo. El primer caso es virtuoso absolutamente, el segundo lo es en modo relativo; pero en ninguno de los dos casos estamos amando nada, es sólo pasión y nada más --¡y nada menos!-- que pasión.
El caso del "amor al bien" es el más interesante. ¿Qué queremos significar cuando decimos que amamos el bien? Cuando decimos que amamos la verdad, o que sentimos pasión por la verdad, lo que damos a entender es que buscamos la verdad en bienes (en un libro, en la naturaleza, en nuestra mente) y que a través de esos bienes nos la incorporamos. Y lo mismo para la belleza: la buscamos en un cuadro, en un paisaje, en un poema; nos apropiamos de la belleza a través de "cosas" bellas. Si nos atenemos a este modo de discurrir, el bien debería incorporársenos fundamentalmente a través de la contemplación de bienes que posean en sí valores éticos, es decir, a través de la contemplación de personas buenas. ¿Es cierto esto? Creo que sí, pero no en el sentido de que al contemplar a las buenas personas nos hagamos de hecho más buenos, sino en el sentido de que la mejor manera de aprender lo que es el bien es percibirlo a través de las acciones del hombre bueno. Una cosa es conocer lo que es bueno y otra es ser bueno. Y sin embargo, conocer discursivamente lo que es la bondad puede, eventualmente, llevarnos a mejorar nuestro carácter (ver anotaciones del 6/8/7), lo que me mueve a pensar que tal relación de causalidad podría continuar en los otros dos grupos; entonces el conocimiento de determinadas verdades trascendentes sería una de las llaves que nos abriría la puerta del valor veracidad, y la percepción de la belleza nos convertiría, eventualmente, en artistas y poetas.
Lo fundamental sería entonces definir la pasión por el bien del siguiente modo: es aquello que nos impulsa a contemplar acciones buenas, no tanto a ejecutarlas. Pero contemplándolas muy a menudo, "corremos el riesgo" de contagiarnos y empezar a ejecutar nosotros mismos estas acciones. Es decir, la pasión por el bien puede llevarnos a experimentar en carne propia la bondad, que es muy superior, como valor, a la pasión por el bien, lo mismo que el valor veracidad es superior a la pasión por la verdad y el esteticismo centrífugo a la pasión por la belleza.
¿Y qué es el amor metafísico? Es el sentimiento que las personas buenas experimentan cuando "apuntan" con su bondad a otra persona. Y difiere de la pasión por el bien en que ésta se detiene únicamente en la contemplación de los buenos, mientras que el amor metafísico prefiere, cuanto más puro es, recalar en la contemplación de los impuros, de los malvados, de los enfermos, de los deformes, de los trastornados... porque sólo así, contemplándolos y amándolos, podrán estos sujetos deshacerse de sus disvalores. Sólo el amor salva[2].



[1] Scheler lo explica del siguiente modo: “El sistema de impulsos [lo que yo llamaría la inclinación temperamental] es decisivo, 1) para la forma real de suscitarse el acto de amor, 2) para la elección y orden de la elección de los valores, pero no para el acto de amor y su contenido (cualidades de valor), ni para la altura del valor y su puesto en el orden jerárquico de los valores. Dicho con una imagen: los movimientos impulsivos son, por decirlo así, las antorchas que arrojan su resplandor sobre los contenidos de valor objetivamente existentes que pueden resultar determinantes de los objetos del amor. Por eso la relación que en principio tiene el "amor" con el "impulso" no es en general una relación de producción positiva, como si el impulso produjera amor o éste "saliese de aquél", sino una relación de limitación y de selección; [...] no es una relación causal, sino una relación de relatividad de la existencia: seres vivos empíricos reales de una determinada constitución sólo son capaces de amar lo que es al mismo tiempo relativamente a su particular sistema de impulsos llamativo e importante para ellos" (ibíd., secc. B, cap. VI, 1).
[2] Esto es fundamentalmente --aunque no exclusivamente-- verdadero en el caso de los disvalores éticos. "La existencia de un malo --dice Scheler-- está siempre fundada [...] en la culpable falta de amor de todos al portador del mal. Pues como el amor determina un amor recíproco en cuanto es visto [...], toda existencia de un malo está necesariamente condicionada también por la falta del amor recíproco, pero ésta lo está por una falta de amor primitivo" (Esencia y formas de la simpatía, secc. B, cap. II).

sábado, 25 de abril de 2015

El amor metafísico

¿Es posible amar al modo de Jesús y al modo de Francisco, amar con el alma, no tan sólo con el cuerpo ni tan sólo con el espíritu? Por supuesto que es posible; Jesús y Francisco lo han demostrado.
Existen tres tipos de amores: el amor corporal, el amor espiritual y el amor metafísico. El amor corporal es aquel que se da en un individuo que percibe en otro individuo determinados valores estéticos y vitales que le son afines. Es éste el llamado "amor pasión", que no es otra cosa que amor concupiscible. Y cuando el amante carga en sus espaldas el peso del disvalor lujuria en un grado superlativo, ya ni siquiera es necesario que estos valores estéticos y vitales existan verdaderamente, ni en el individuo depositario de ellos --los que en este caso serían llamados valores objetivos-- ni en la imaginación del individuo que lo contempla --falsa estimación, valor subjetivo--.
El amor espiritual aparece cuando el amante percibe en el amado determinados valores intelectuales, culturales y éticos que le son afines (sea que los perciba objetivamente --que existan verdaderamente en el amado-- o subjetivamente --que los suponga por algún motivo sin existir en realidad o magnifique los que existen débilmente--). El amor espiritual puede o no estar acompañado de amor corporal: se puede amar el espíritu de un ser sin necesidad de considerarlo bello o saludable.
Pero el término "amor" no adquiere su real y completa significación sino cuando hablamos de amor metafísico, que es el que aparece cuando nos es dado percibir el valor de una persona en tanto que persona. No son los valores vitales, ni los estéticos, ni los intelectuales, ni los culturales ni los éticos que una persona posea los que nos posibilitan experimentar amor metafísico hacia ella. Todos estos son valores cualitativos, y lo que aquí se percibe no es una cualidad o una virtud del ser sino el ser completo en su más íntima esencia: su valor ontológico como persona. Scheler llama "amor moral" a este tipo de conexión suprema:

El amor al valor de la persona, es decir, a la persona en cuanto realidad a través del valor de la persona, es el amor moral en sentido estricto. [...] el amor moralmente valioso es aquel que no fija sus ojos amorosos en la persona porque ésta tenga tales o cuales cualidades y ejercite tales o cuales actividades, porque tenga estas o aquellas "dotes", sea "bella", tenga virtudes, sino aquel amor que hace entrar estas cualidades, actividades, dotes, en su objeto, porque pertenecen a esta persona individual. El solo es también amor "absoluto", por lo mismo que no es dependiente del posible cambio de estas cualidades y actividades (Esencia y formas de la simpatía, secc. B, cap. III).

No es que amamos a una persona porque percibimos en ella determinadas virtudes o cualidades: la amamos por su condición de persona, y luego, merced a este amor, nos es dado percibir en todo su contenido sus cualidades más nobles y espirituales.
El amor más puro que existe sobre la tierra, pues, se dirige sólo hacia personas o hacia seres considerados como personas. Hago esta salvedad porque de otro modo no se podría incluir dentro del amor metafísico a lo que San Francisco sentía por el sol, por la luna, por el viento, por el agua, por los animales y por la creación toda. Francisco le cantaba al Sol y le daba sermones a los pájaros, y sólo puede cantársele y sermonear amorosamente a quienes suponemos podrán escucharnos y entendernos: a las personas. Todo estaba vivo para Francisco, y todo destilaba personalidad. He ahí el secreto del amor multiexpansivo: ver personas en donde la mayoría ve cualidades, y tratar a los animales, a las plantas y a las "cosas" como si también fueran entes personales.
Sólo nos es dado amar a quienes consideramos personas, y amarlas individualmente, no en masa ni conformando un ente generalizante como podría ser "la humanidad". Cuanto más se ensancha nuestro horizonte amatorio, en el sentido de apuntar no a individuos en particular sino a grupos de individuos en general, más se tiende a amar las cualidades percibidas en estos grupos y no a las personas que los conforman, es decir, se tiende a descender del amor metafísico hacia el amor espiritual. Y dentro de la espiritualidad, los valores que tienden a percibirse en el grupo van descendiendo de jerarquía conforme se va despersonalizando, es decir, ensanchando, este grupo destinatario de nuestros amores. Amar mucho y a muchos, sí, pero a cada uno por separado[1].
Finalmente, una consideración que se cae de madura: Si pretendemos verdaderamente amar a Dios, no como portador de de una bondad infinita, o de una infinita sapiencia, o de una voluntad todopoderosa; si pretendemos amarlo no con el espíritu, sino con el alma, es preciso que lo consideremos como un ser personal. Dejemos a la intuición gnoseológica la tarea de averiguar si es Dios una persona o alguna otra cosa; para nosotros, en tanto seres amantes y deseosos de amor, y no en tanto pensadores, Dios debe aparecérsenos ante nuestra conciencia como cualquier hijo de vecino. Hasta tanto no podamos contemplarlo así, no podremos amarlo. Y si no podemos amarlo a Él, muy difícil, prácticamente imposible, se nos hará la tarea de amar metafísicamente a nuestros semejantes.



[1] Cf. ibíd., secc. B, cap. VI, 2.

domingo, 19 de abril de 2015

San Francisco de Asís, por encima de Jesús

La visión judaica considera que el animal es un producto fabricado para uso del hombre. Pero, por desgracia, las consecuencias de ello se hacen sentir hasta el día de hoy, ya que se han trasladado al cristianismo, al que por esa razón deberíamos dejar de elogiar diciendo que su moral es la más perfecta de todas. Esa moral tiene verdaderamente una grande y esencial imperfección: que limita sus preceptos a los hombres y deja el mundo animal sin derechos.
Arthur Schopenhauer, Parerga y Paralipómena, II, 394

¡Fíjese en la compasión de Gautama! No se limitaba al género humano, sino a todos los seres vivientes. ¿No se inunda de amor nuestro corazón al pensar en el cordero alegremente instalado sobre sus hombros? En la vida de Jesús no se advierte ese mismo amor por todos los seres vivos.
Mohandas Gandhi, Autobiografía, 2, XXII [p. 165]

No, no hubo nadie anterior a Jesús que predicara una ética tan pura y trascendente como la que irradia el sermón de la montaña; pero ¿y después? Jesús predicó una ética casi perfecta, y en ese casi pueden integrarse una serie de innumerables consideraciones menores... y una consideración mayor: el amor hacia todos los seres de la creación, humanos y no humanos. El amor hacia todo lo creado, incluso hacia esas cosas que, en nuestra ignorancia, sospechamos que carecen de vida. Más de mil años tuvieron que pasar para que llegase aquel que ampliaría el concepto del amor cristiano hacia esos límites que a Jesús no le interesaron. Me refiero, claro está, a San Francisco de Asís. Y aquí le cedo la posta a un especialista en el tema, al axiólogo por antonomasia, al maestro de maestros en el arte de discurrir sobre la ética: mi admirado Max Scheler. Él sabrá sugerirnos mejor que yo --pese a su estilo un tanto ingrato-- si lo que Francisco propuso es una herejía dentro del cristianismo, o una profundización y evolución del mismo, o un retroceso.

Lo que, aún tratándose sólo de un superficial ocuparse con Francisco de Asís [...], nos sorprende enseguida, es que llama "hermanos" y "hermanas" suyos también al Sol y a la Luna, al agua y al fuego, y también a los animales y plantas de toda especie --es que lleva a cabo una expansión de la emoción específicamente cristiana del amor a Dios como Padre y al hermano y prójimo "en" Dios, a la entera naturaleza infrahumana; y al mismo tiempo lleva a cabo o parece llevar a cabo una elevación de la naturaleza hasta la luz y el brillo de lo sobrenatural. ¿No era esto una grave herejía, visto desde la doctrina cristiana tradicional y practicada en la historia entera del cristianismo, doctrina que había puesto a una tan enorme distancia de la naturaleza al hombre, ya como "ser racional", pero todavía más como vaso de la gracia sobrenatural y como una familia elevada muy por encima de toda razón y naturaleza por obra del acto redentor de Cristo, El Hijo del Hombre y de Dios? ¿Y si no una herejía del intelecto --en este santo poco inclinado al mero "intelecto", ciencia y escolástica-- al menos una grave herejía del corazón? Tiene que haber muy profundas razones para que no fuese sentida así la actitud espiritual del santo, fundamentalmente nueva frente a todos los tiempos anteriores. Aunque seguramente no faltó en el contorno del santo la conciencia de la gran rareza, de la novedad y lo insólito de su actitud. Tomás de Celano llega a denunciar la frase, digna de atención palabra por palabra: "llamaba sus hermanos a todas las criaturas, y de un modo y manera desusados, para los demás totalmente herméticos, penetraba con la aguda mirada del corazón hasta lo más hondo de cualquier criatura, como si ya hubiese entrado en la libertad y la gloria de los hijos de Dios". De hecho me parece San Francisco no tener en esto ningún precursor dentro de la historia entera del cristianismo en occidente. [...] en el Evangelio se encuentran cosas y procesos naturales infrahumanos --hasta donde yo sé-- también en aquellos pasajes que denuncian el novísimo y profundísimo amor a la naturaleza y purísima comprensión de ella que tenía el Salvador, pero sólo citados como parábolas --como parábolas de relaciones y lazos que existen propiamente entre el hombre y Dios u hombre y hombre. Ni con mi propia busca, ni consultando insistentemente a conocedores científicos de la Biblia he logrado encontrar un solo pasaje que se remonte por encima de esta naturaleza parabólica y que se refiera a una unificación afectiva cósmica con una cosa natural, ni siquiera a una emoción de amor, ni menos a un deber de amor, a la naturaleza como tal, sustantivo, autóctono, independiente de la acción sobre el hombre o de la consideración del hombre [...]. Pero lo decisivo es que en San Francisco no se puede seguir hablando de mera parábola o símbolo en este sentido. [...] Esto más bien es lo nuevo, lo "desusado", en la relación emocional de San Francisco con la naturaleza: que las cosas y los procesos naturales cobran un sentido expresivo propio sin relación parabólica al hombre ni en general a las cosas humanas; que también el Sol, la Luna, el viento, etc., que en rigor no necesitan para nada de un amor solícito o misericordioso, son vividos y saludados por el alma como hermanos y hermanas; que las criaturas están referidas en metafísica solidaridad [...] de un modo inmediato a su Creador y "Padre", como seres existentes por sí y de un valor enteramente propio (en relación al hombre): esto es lo nuevo, lo sorprendente, lo raro, lo antijudío de su actitud (Max Scheler, Esencia y formas de la simpatía, secc. A, cap. V).

Para los judíos, los animales sólo eran "cosas", instrumentos de los cuales la gente podía servirse. Era ridículo que alguien pudiese o quisiese brindarles su amor a esos "objetos". Y Jesús, cuya mentalidad tornóse antijudía en muchos aspectos, no pudo librarse aquí de sus raíces. Francisco se hizo uno con los animales, uno con la naturaleza, uno con el universo entero; pero sería incorrecto suponer que todas estas unificaciones avalan la sospecha de que el santo abrazara el panteísmo.

En él estamos tan lejos de la unificación afectiva índica, o unificación en el dolor, y de la unificación afectiva griega, o unificación en la alegría, como de la unificación afectiva del panteísmo naturalista y dinámico del subsiguiente Renacimiento.

No, no es Francisco panteísta. Y sin embargo

se ha llevado a cabo en San Francisco una interpretación afectiva e intuitiva de la relación entre la naturaleza, el hombre y Dios, no sólo gradual, sino esencial y cualitativamente distinta --no comparable con nada de lo que encontramos en occidente desde los tiempos más antiguos del cristianismo, y que está en la más rigurosa oposición a todo el anterior sentimiento de la naturaleza en el cristianismo primitivo, en la patrística e incluso en la Edad Media posterior. Esto "nuevo" es difícil de traducir en conceptos --y sin embargo fácil de ver y de sentir hasta para un niño. [...] La naturaleza no es concebida al modo de la escolástica, como un reino de cosas y fuerzas formales rigurosamente separadas unas de otras [...], sino como una totalidad viviente que se halla en los fenómenos visibles de la naturaleza en una relación análoga aproximadamente a la del todo de la faz humana con sus distintos movimientos expresivos: es una vida divina la que toma cuerpo en sus cosas, la que se "expresa" en sus fenómenos y procesos. [...] Dios no es sólo vivido y pensado como señor y creador de la naturaleza infrahumana y "padre" sólo para el hombre (a través de Cristo), sino también como padre bondadoso y directo de las cosas naturales, [...] de este modo fue plenamente quebrantada en su núcleo mismo por San Francisco la exclusivista idea de la dominación del hombre sobre la naturaleza, propia de judíos y romanos, que en el Evangelio no está superada, sino sólo mitigada. Más aún: cuando en cierta medida justifica, fundamenta y vivifica su interpretación y amor de la naturaleza frecuentemente con palabras de la Sagrada Escritura, me parece que lo que hace es mucho más infundir en estas palabras del evangelista un sentido más que parabólico y atribuir con frecuencia falsamente su genuina unificación afectiva a los escritores evangélicos.

Infunde nuevos sentidos a la vieja doctrina; ¿no es lo mismo que hizo Jesús con la ley hebrea, mientras afirmaba a diestra y siniestra que no la estaba derogando sino complementando? Pero la derogó, por cierto que la derogó. Los judíos, rechazando a este nuevo profeta, dieron cuenta de que los cambios implementados no eran sentidos como complementos sino como redondas refutaciones. Francisco de Asís, teológicamente hablando, estuvo también a un paso de salirse de la ortodoxia que lo cobijaba. Pero no se salió; al menos así lo piensa Scheler:

Este es el gran misterio de San Francisco: que a pesar de esta resurrección, preñada de consecuencias, de una genuina unificación afectiva con una vida divina intuida en su unidad y que se limita a tomar cuerpo en las cosas naturales, ni la idea cristiana de Dios, ni el amor de Jesús y la "imitación de Cristo", exaltada literalmente en San Francisco --como se ha dicho con razón-- hasta la "embriaguez de Jesús" (y hasta las llagas visibles), han resultado menoscabados en lo más mínimo en su ser-personal espiritual y acosmístico, sino que justamente sobre la base de esta nueva unificación afectiva con la vida de la naturaleza, para su tiempo de todo punto original y "desusada", se alzan en todo su rigor, aspereza y sequedad ascética, con perfecta continuidad orgánica.

Aquí coincido con Scheler: San Francisco no se salió del cristianismo. Su doctrina es netamente, fundamentalmente cristiana. Francisco complementó el mensaje de Jesús, pero lo complementó de tal manera que ya no nos queda la opción de volver atrás. Siempre hablando sobre la ética, no sobre la metafísica, si me dan a elegir entre Jesús y Francisco, me quedo con Francisco. Y es que Jesús --y ahora sí entrometo a la metafísica-- era demasiado teísta, y ese teísmo rígido perjudicaba la correcta lubricación que ha de haber entre los diferentes engranajes de la creación. San Francisco, sin caer en el panteísmo, alargó su teísmo en la medida justa y necesaria para lograr esa fluida comunicación con el entorno, al que no hay que dominar (¡la tierra grita cuando la dominan!), sino amar:

Si San Francisco hubiera sido teólogo y filósofo, lo que no ha sido --felizmente para él y todavía más felizmente para nosotros--, si hubiera intentado reducir a conceptos rigurosos su visión de Dios y del mundo, que se limitó a ver, vivir y poner por obra, es seguro que jamás hubiera resultado "panteísta"; pero sí que habría tenido que aceptar en sus conceptos un tanto de "panenteísmo".

Sólo el panenteísmo nos aleja de los fundamentalismos religiosos y a la vez nos acerca a la ecología. Siendo el teísmo duro un casi sinónimo de la palabra dominio, y no dominio interior sino externo, de personas y de objetos, ya me parece ver a estos dos demonios modernos, hijos de la ideología de la dominación: el terrorismo y el consumismo, me parece verlos, digo, alejarse de la mano --porque son hermanos, pese a su distanciamiento geográfico-- conforme la idea panenteística franciscana comience a calar las almas de aquellos hombres que hoy se dedican a "trabajar", a modificar entornos, y que una vez iluminados se ocuparán solamente de trabajarse por dentro, de dominarse a sí mismos. Y el medio ambiente, y los edificios en torre, agradecerán por fin el poder bajar la guardia.
Esto sucederá cuando la venida de nuestro glorioso salvador San Francisco. Un revolucionario mayor que aquel gran subversor que fue Jesucristo, con una mente tan poderosa y enigmática que resulta inclasificable. ¿Inclasificable? Scheler hará por nosotros el intento:


¿Como concebirlo psicológicamente? Se trata de un singular encuentro de "eros" y "agape" [...] en un alma prístinamente santa y genial; finalmente, de una forma de compenetración tan total de ambos, que representa el mayor y más sublime ejemplo de simultáneas "espiritualización de la vida" y "vivificación del espíritu" que ha llegado a mi conocimiento. Nunca más ha vuelto a alcanzarse en la historia de occidente una forma de las potencias simpáticas del alma como la que existió en San Francisco. Nunca más tampoco la unidad y rotundidad de su simultánea repercusión en la religión, la erótica, la acción social, el arte y el conocimiento.

viernes, 17 de abril de 2015

La originalidad de la ética evangélica

La ética de Jesús es la que más de cerca toca la perfección. Pero esta ética, ¿es original? ¿No había sido ya expuesta por otros pensadores en otras latitudes? Hubo, ciertamente, precursores; pero ya veremos, de la mano de Papini, que el ingrediente fundamental de la ética cristiana, el amor, nace con ella y con ella se desarrolla como potencia suprema. No es que antes de Jesús la gente no supiera amar, pero el rango, la jerarquía ontológica y el alcance universalista que Jesús le otorga al amor constituyen la originalidad y el auténtico avance de tal doctrina por encima de las anteriores.
La historia comienza en China:

Cuatro siglos antes de Cristo, un sabio de la China, Me-ti, escribió todo un libro, el "Kie-siang-nigai", para decir que los hombres deberían amarse. "El sabio que quiera mejorar el mundo puede mejorarlo sólo conociendo con certeza el origen de los desórdenes [...] ¿Por qué nacen los desórdenes? Nacen porque no se aman los unos a los otros. [...] Si se llegara al recíproco amor universal, los Estados no reñirían, las familias no serían turbadas, los ladrones desaparecerían, los príncipes, los súbditos, los padres y los hijos serían respetuosos, indulgentes y el mundo mejoraría".
Para Me-ti el amor --o, para traducir mejor una benevolencia hecha de respeto y de indulgencia-- es la argamasa que debe tener más unidos a los ciudadanos con el Estado. Es un remedio contra los males de la convivencia: una panacea social.
"Paga las ofensas con la cortesía", sugiere tímidamente el misterioso Lao-Tsé. Pero la cortesía es prudencia o mansedumbre, mas no es amor.

Ni Me-ti ni Lao-Tsé elevaron sus prédicas hacia el sentimiento más puro existente sobre la tierra. Y otro chino renombrado de aquellos tiempos, el señor Confucio, si bien habló del amor, lo mutiló reduciéndolo a un selecto círculo:

El viejo Confucio enseñaba una doctrina que [...] consistía en la rectitud del corazón y el amar al prójimo como a nosotros mismos. Adviértase bien: al prójimo y no al lejano, al extraño, al enemigo. Como a nosotros mismos; y no más que a nosotros mismos. Confucio predicaba el amor filial y la benevolencia general, necesaria para la buena marcha de los reinos, pero no pensaba en condenar el odio. En los propios "Lun-yú", donde se leen las palabras de su discípulo Tseng-tse, encontramos estas otras, tomadas del más antiguo texto confuciano, el "Ta-hio": "Sólo el hombre justo y humano es capaz de amar y odiar a los hombres como conviene".

Si nos quedamos en esa misma época pero saltamos desde la China a la India, nos encontramos con el Buda, que si bien, a diferencia de los chinos, hizo una prédica encendida y omniabarcativa del amor, sólo lo veía como un medio y no como un fin en sí mismo:

Gautama recomendó el amor por los hombres, por todos los hombres, aun por los miserables y despreciados. Pero el mismo amor se debe tener por los animales, por los ínfimos entre los animales, por todos los seres vivientes. En el budismo el amor del hombre al hombre no es más que un ejercicio saludable para desarraigar totalmente el amor de sí mismo, el primero y más fuerte sostén de la existencia. Buda quiere suprimir el dolor; y para suprimir el dolor no encuentra otro medio mejor que sumergir las almas personales en el alma universal, en el nirvana, en la nada. El budista no ama al hermano por amor del hermano sino por amor de sí mismo, es decir, para apartar el dolor, para vencer el egoísmo, para encaminarse al aniquilamiento. Su amor universal es frío, interesado, egoísta: una forma de la indiferencia estoica tanto en presencia del dolor como de la alegría.

¿Y Zaratustra? No, no es referencia:

Zaratustra dejó una Ley a los iraníes. Esta ley manda a los devotos de Ahura Mazda que sean buenos con sus compañeros de fe: darán un vestido a los desnudos y no negarán el pan al trabajador hambriento. Estamos siempre en la caridad material para con aquellos que nos pertenecen y nos sirven y están próximos. De amor no se habla.

Ni tampoco los judíos:

Se ha dicho que Jesús no añadió nada a la Ley mosaica y que solamente ha repetido con mayor énfasis los viejos mandamientos. [...] "Y al extranjero no engañarás ni angustiarás, porque vosotros fuisteis también extranjeros en la tierra de Egipto" (Éxodo 22. 21). Es un principio: no hagas mal al extranjero, en recuerdo del tiempo en que tú también lo fuiste. Pero el extranjero que vive entre nosotros no es el enemigo y el no angustiarlo no significa ayudarlo. El Éxodo ordena que no se lo angustie. El Levítico es más generoso: "Si un extranjero habitase en tierra vuestra y fijare su demora entre vosotros, no lo zaheriréis. Como un natural de vosotros tendréis al extranjero que more entre vosotros, y lo amarás como a ti mismo (Levítico 19. 33-34). Siempre el extranjero, el extranjero que vive entre vosotros y se hace vuestro conciudadano y se convierte en uno de vosotros, amigo vuestro.
Leemos en el mismo libro: "No busques la venganza ni te acuerdes de las injurias de tus conciudadanos" (19. 18). Es otro paso adelante no hacer mal a quien te ofende con tal de que sea de tu nación. Hemos llegado si no al perdón, al olvido generoso aunque reservado para los próximos solamente.
"Amarás al amigo como a ti mismo" (Ibíd.). Al amigo, es decir, al prójimo, al conciudadano que es hermano tuyo de raza, el que puede ayudarte. Pero ¿y al enemigo? Hay algo también para el enemigo: "Si encontrares buey o asno perdido de tu enemigo, vuélveselo a llevar" (Éxodo 23. 4). [...] ¡Oh gran bondad de los antiguos judíos! ¡Sería tan dulce hacer huir más lejos al jumento para que el patrón tuviera más trabajo en dar con él! [...]. Pero el corazón del viejo Hebreo no está empedernido hasta el extremo. En aquellos lugares y en aquellos tiempos el asno era un animal harto preciso. No se vivía sin tener al menos una burra en el establo. Y cada uno tenía una burra; el amigo y el enemigo; hoy escapó la tuya, mañana puede escapar la mía. No nos venguemos en las bestias, aun en el caso en que el patrón sea una bestia. [...]
Es demasiado poco. El viejo Hebreo ya ha hecho un tremendo esfuerzo sobre sí mismo cuidando de la bestia de su enemigo. Pero los Salmos, en compensación, resuenan a cada instante de improperios contra los enemigos y de invocaciones violentas al Señor para que los persiga y aniquile. [...] Sólo en los tardíos Proverbios encontramos alguna palabra precursora de las de Jesús: "No digas: Yo me vengaré; espera al Señor, y él te salvará" (Proverbios 20. 22). El enemigo debe recibir su castigo, pero de manos más poderosas que las tuyas. Sin embargo, el anónimo moralista llega hasta la caridad: "Si tu enemigo tuviere hambre, dale de comer pan, si tuviere sed, dale a beber agua" (Proverbios 25. 21). Hay un progreso, la misericordia no termina en el buey, sino que llega también al patrón. Pero de esas tímidas máximas, escondidas en un ángulo de las Escrituras, no podrán por cierto brotar las maravillas de amor del sermón de la montaña.

Sin embargo fue un judío, Hillel el Viejo, el inventor o descubridor de la famosa regla de oro cristiana:

... Este célebre fariseo vivió poco antes de Jesús y enseñaba, dicen, lo mismo que después enseñó Jesús. Era un judío liberal, un fariseo razonable, un rabino inteligente; pero no cristiano. ¿Por qué? Ha dicho, sí, estas palabras: "No hagas a los otros lo que a ti no te gusta: esta es toda la ley, y lo demás son comentarios". Son bellas palabras en boca de un maestro de la antigua ley, pero ¡cuán distantes todavía de las del subversor de la antigua ley! El precepto es negativo: no hagas. No dice: haz bien a quien te hace mal. Pero sí: no hagas a los otros (y estos otros son seguramente los compañeros, los conciudadanos, los familiares, los amigos) lo que tú estimarías como mal. Es una blanda prohibición de dañar --no un precepto absoluto de amar--.

Y a pocos años de la llegada de Jesús, un nuevo judío vio de cerca al amor... pero sólo con el intelecto:

También Filón, hebreo alejandrino, metafísico y platonizante, unos veinte años más viejo que Jesús, ha dejado un tratadito sobre el amor de los hombres. Pero Filón, con todo su talento y con todas sus especulaciones místicas y mesiánicas, es siempre, como Hillel, un teórico, un hombre de pluma, de tintero, de estudio, de libros, de sistemas, de conceptos, de abstracciones, de clasificaciones. [...] Ha hablado del amor más que Jesús, pero no ha sabido decir --y no lo habría sabido comprender-- lo que Cristo dijo a sus ignorantes amigos en la Montaña.

No existió, pues, ni en la China ni en la india ni en Judea ningún profeta del amor universalista que pueda parangonarse con Jesús. ¿Habrá existido en Grecia?

Uno más sabio que Ulises, el hijo de Sofronisco escultor, se planteó, entre otros muchos, también el problema de cómo contenerse en un justo medio con relación a los enemigos. [...] el Sócrates de Platón no acepta la opinión corriente. "No se debe --dice a Critón--, devolver a nadie injusticia por injusticia, mal por mal, cualquiera que sea la injuria que hayas recibido" [Critón, 49]. Y lo mismo afirma en la República, añadiendo en su apoyo que los malos no se hacen mejores por la venganza. Pero lo que domina en la cabeza de Sócrates es el pensamiento de la justicia, no el sentimiento del amor. En ningún caso el hombre justo debe hacer el mal; pero entendámonos; por respeto a sí mismo, no por afecto al enemigo. El malo debe castigarse a sí mismo; de lo contrario, después de muerto, lo castigarán los jueces infernales. El discípulo de Platón, Aristóteles, volverá tranquilamente a la vieja idea. "El no resentirse de las ofensas --dirá en la Ética nicomaquea-- es propio de hombre cobarde y esclavo".

No, no es tampoco Grecia la cuna del cristianismo bien entendido. ¿Será Roma?

Los que refutan a Cristo, para hacer creer que el cristianismo existía antes de Cristo le han encontrado a Jesús un rival también en Roma, en los propios palacios del César: Séneca. Séneca el director de conciencia de los jóvenes señores del mundo elegante en el estoicismo reformado, el aristocrático abstracto que nunca se conmueve en presencia de las penas de los humildes, el propietario que desprecia las riquezas pero las tiene bien agarradas, que afirma la igualdad entre los libres y los esclavos y se sirve de esclavos, el ingenioso anatomista de casos de escrúpulos, de males, de vicios efectivos y virtudes soñadas, [...] habría sido, sin saberlo, cristiano en los mismos años de la vida de Cristo. Porque huroneando en sus demasiadas obras [...] han hallado que "el sabio nunca se venga, sino que olvida las ofensas", y que "para imitar a los dioses es menester hacer bien hasta a los ingratos, porque el sol brilla también por encima de los malos y el mar soporta también a los corsarios"; y hasta que "es necesario socorrer a los enemigos con mano amiga". Pero "el olvido" del filósofo no es el perdón y el "socorro" puede ser beneficencia, pero no es amor. Un soberbio, el estoico, el fariseo, el filósofo orgulloso de su filosofía, el justo satisfecho de su justicia, pueden despreciar las ofensas de los pequeños, las dentelladas de los adversarios, y pueden también dignarse por ostentación de magnanimidad y para granjearse la admiración de los pueblos, brindar un pan al enemigo hambriento para humillarlo más duramente desde la elevación de su perfección. Pero ese pan fue cocido con la levadura de la vanidad y aquella mano amiga no habría sabido enjugar una lágrima ni limpiar una herida.

La conclusión de Papini, límpida y vivificante como muchas de sus conclusiones --mientras se mantiene sobrio de rencores, no así cuando concluye en estado de ebriedad--, la conclusión de Papini es que el Amor, amor con mayúscula, nace con Jesús y por Jesús se disipará por todo el orbe:

El mundo antiguo no conoce el Amor. Conoce la pasión por la mujer, la amistad por el amigo, la justicia para el ciudadano, la hospitalidad para el forastero. Pero no conoce el Amor. Zeus protege a los peregrinos, a los extranjeros; a quien golpee la puerta del griego no le será negado un trozo de carne, un jarro de vino y el lecho. Los pobres serán albergados, los enfermos serán asistidos, los que lloran serán consolados con bellas palabras. Pero los antiguos no conocerán el Amor, el amor que sufre y se abandona, el amor por todos aquellos que sufren y son abandonados, el amor por la gente baja, por la gente pobre, por los desechados, pisoteados, maldecidos, abandonados; el amor por todos que no distingue entre ciudadano y extranjero, entre hermoso y feo, entre delincuente y filósofo, entre hermano y enemigo. [...] en el mundo más noble y heroico de la antigüedad no hay sitio para el amor que destruye al odio y ocupa el lugar del odio; para el amor más fuerte que la fuerza del odio, más ardiente, más implacable, más fiel; para el amor que no es olvido del mal sino amor del mal --porque el mal es una desventura para el que lo hace más que para nosotros--, no hay sitio para el amor a los enemigos.
De este amor nadie habló antes de Jesús: ninguno de aquellos que hablaron del amor. No se conoció este amor hasta que no se hubo oído el sermón de la montaña.

Es la grandeza y la novedad de Jesús: su novedad más grande, su grandeza eternamente nueva, nueva también para nosotros, porque no comprendida, no imitada, no obedecida, inacabablemente eterna como la verdad (Giovanni Papini, Historia de Cristo, cap. 25).