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domingo, 12 de febrero de 2017

Ventajas e inconvenientes de la matematización del pensamiento

 Todo razonamiento necesario es razonamiento matemático, es decir, se lleva a cabo observando algo equivalente a un diagrama matemático.
Charles Peirce,  La filosofía y la conducta de la vida

 

Charles Peirce fue mucho más lógico que James, y también más prolífico. Murió en 1914 dejando una extensísima producción:

 

Los escritos que el mismo Peirce publicó abarcan aproximadamente doce mil páginas impresas; lo que a quinientas páginas por volumen, serían veinticuatro volúmenes. Pero los manuscritos conocidos que dejó sin publicar abarcan ochenta mil páginas manuscritas, lo que representaría ochenta volúmenes más, constituyendo un total de ciento cuatro (José Vericat, nota bibliográfica introductoria del libro El hombre, un signo, de Charles Peirce).

 

Me mató el punto: yo apenas escribí, en veinticinco años que en octubre se cumplirán del comienzo de la redacción de este diario, unas pocas miles de páginas…

Y también me mató el punto en otra cuestión mucho más importante que la prolificidad: el rigorismo matemático de su pensamiento. “La metafísica que se enseña en nuestras Facultades de Letras —dice Miguel de Unamuno— es deplorabilísima, porque carece de toda sólida base científica [...]; disértase en nuestras cátedras de filosofía acerca de la noción del infinito sin la menor tintura de cálculo infinitesimal” (“La educación”, ensayo incluido en el tomo 8 de las Obras completas de Miguel de Unamuno, p. 423). Es sumamente importante colorear nuestro pensamiento, o más que colorearlo, vestirlo adecuadamente con la escrupulosidad que solo la ciencia matemática puede suministrarnos, y en esto Charles Peirce ha sido un maestro. Pero la pregunta que me surge ahora es la siguiente: en lo que respecta a la filosofía, ¿no habrá un límite, un cierto umbral, de conocimiento, de formalismo y de inclinación matemática que, si se traspasa, comienza a jugarnos en contra? ¿No será que en filosofía, siendo nefasta la poca matematicidad del pensamiento, es también nefasta la matematicidad excesiva? Yo creo que esta pregunta tiene una respuesta afirmativa, y quien más me ha despejado las dudas en este sentido ha sido, otra vez, el uruguayo Vaz Ferreira. “Las matemáticas —dice—, desde el punto de vista de su valor educativo, representan una clase de cultura que tiene ventajas e inconvenientes”. Las ventajas saltan a la vista:

 

Hábitos de precisión, [...] de justeza, tanto en el pensamiento como en el lenguaje. Enseñan, mejor que todas las demás disciplinas mentales [...] a expulsar, en absoluto, del espíritu lo vago, lo impreciso, lo indeciso, lo mal sabido, lo mal pensado, o lo no acabado de pensar, etcétera.

 

Otra virtud muy importante que aparece dentro de la mente del pensador matemático es la del optimismo intelectual:

 

De todas las disciplinas del pensamiento humano, no hay ninguna que produzca en tan alto grado ese efecto; lo que no tiene nada de extraño, si se reflexiona en que las matemáticas constituyen el triunfo por excelencia de la inteligencia humana. [...] Tienden, pues, a desarrollar esa sensación de poder de la inteligencia, que hemos llamado optimismo intelectual.

 

Por último, otras ventajas no menores:

 

Desarrollan el poder de atención, el poder de combinación, la inventiva, y otras cualidades mentales. Lo cual es verdadero en cierto grado y en cierto sentido; pero no sin restricciones.

 

Y aquí empieza lo interesante, en las restricciones que es necesario imponerle al razonamiento matemático para que no se salga de sus cauces y nos tome por asalto a la mente toda, aplicándonos lo que podría llamarse un golpe de Estado matemático al pensamiento. Para ejemplificar esto Vaz Ferreira recurre a los ajedrecistas:

 

El juego de ajedrez requiere una atención excepcional [...], el ajedrez requiere un poder de combinación tan grande, que quizá nada lo exija igual [...]. Y se podría así seguir enumerando las facultades que el ajedrez requiere: disciplina, dominio sobre sí mismo, serenidad, iniciativa, osadía (para el ataque), prudencia (para la defensa), etc., etc.…

Y sin embargo, en la realidad, un excelente jugador de ajedrez no tiene, por serlo, una sola probabilidad más de ser un hombre inteligente —en general— que quien carezca de las aptitudes ajedrecistas. [...] La facultad de jugar bien el ajedrez (y a otros juegos), es una facultad muy aparte, muy separada, que no tiene que ver con la mayor parte de las actividades intelectuales. No garantiza ni hace presumir nada sobre la mentalidad en general [...].

 

El ejercicio siempre fortifica, pero fortifica la parte ejercitada, no el organismo (mental) en su conjunto:

 

Ejercitar la atención en algo, indudablemente, alguna influencia tendrá sobre la atención en general; pero no es tanta como parece: se puede tener una gran atención para ciertas cosas, y no tenerla para otras. Pues bien: con las matemáticas, hay tendencia a algo parecido.


La inteligencia matemática es una inteligencia muy especial,

muy separada, muy aislada [...] con respecto a la inteligencia de la ciencia en general y a la inteligencia de la vida. [...] La actitud mental del matemático, o, mejor, la actitud mental del que en un momento dado procede o piensa como matemático, es distinta y opuesta a la actitud mental, tanto del que piensa en las ciencias de hechos o de realidades concretas como del que piensa en la realidad de la vida.
[...] La actitud mental del matemático [...] consiste en prescindir de lo que no sea lo supuesto, de lo que no sean los datos del razonamiento, de la demostración o del problema. En tanto que, en el pensamiento de las ciencias reales y en el pensamiento de la vida real, la actitud necesaria, y el deber mental, están en tener en cuenta lo que no ha sido supuesto, pues se trata de considerar, en lo posible, la realidad entera.

Estos aprioris de donde se parte cuando se razona matemáticamente no existen como tales en los razonamientos ordinarios, o existen en tan gran cantidad que no puede considerárselos a todos a la hora de resolver una determinada cuestión. De ahí que el pensamiento matematista, cuando desborda los límites de la operación matemática propiamente dicha y se extrapola hacia otras direcciones, se torna riesgoso.
En las ciencias fácticas, en cambio, este peligro no existe:

La clase de razonamiento de las ciencias de realidad, es [...] la misma de la vida real, la misma de la vida práctica; en tanto que la actitud matemática, se opone a las dos. Entre el muchacho que recoge una piedra para tirársela a otro, [...] y el sabio que recoge esa piedra [...] para analizar sus componentes —hay diferencia: en cuanto a los conocimientos, y en cuanto al designio con que se procede; pero la actitud mental es exactamente del mismo orden. [...]
La actitud matemática, es mentalmente opuesta: consiste en mantenerse consecuente con un supuesto; y, por consiguiente, es negativa, refractaria, hostil, diremos a todo hecho nuevo. (Se entiende: no se habla de lo nuevo que pueda venir por vía de demostración, de lo nuevo que resulta del supuesto desarrollado; esa es otra cosa).
Por consiguiente, se puede ir ya reflexionando sobre esta diferencia, para anticipar una consecuencia [...]; y es que la cultura matemática debe ofrecer peligros, si se abusa de ella.
Si la actitud mental del físico, del químico, del anatomista [...] es la misma, y es la misma de la vida real, es evidente que, desde ese punto de vista al menos, no puede existir ningún peligro en cultivar esas ciencias en el grado que se quiera: Pero si la actitud mental matemática es opuesta a la actitud mental que requieren toda las ciencias de realidades, y que requiere la vida misma práctica, entonces, es claro que en el desarrollo excesivo, unilateral, sin contrapeso, de la cultura matemática, debe haber una tendencia peligrosa.

Hay otra diferencia, también importante, entre los razonamientos de orden matemático y los razonamientos de la vida real:

En las proposiciones de la vida corriente, de nuestra creencia normal sobre realidades, nos vemos obligados continuamente [...] a introducir restricciones, salvedades, relatividades, gradaciones, que nunca observamos en las proposiciones o en las afirmaciones matemáticas.
Continuamente oímos decir: “Pedro es bueno; pero bueno en cierto sentido y hasta cierto punto. Por ejemplo; como padre, como hombre de familia, es muy bueno; como político, no: es inmoral, es complaciente, es débil”. [...] Aquí viene una serie de restricciones y salvedades, de las que resulta que Pedro es bueno desde ciertos puntos de vista, y no es bueno desde otros. [...] No encontramos en los tratados de matemáticas, proposiciones que tengan ese aspecto. Por ejemplo, los tratados de matemáticas no nos hablan de líneas que sean más o menos tangentes que otras, ni de líneas que sean relativamente tangentes, ni de un triángulo que sea más equilátero que tal otro triángulo, y menos que tal otro. [...] El término “triángulo equilátero” [...] tiene una sola significación, no varias; si algún término matemático pudiera presentar varios sentidos, inmediatamente los matemáticos se preocuparían, cumpliendo su deber, de reducirlo a uno solo. [...] La significación de ese término [...] tiene un límite que es preciso: se pasa de golpe, y no por grados, de lo que es triángulo equilátero a lo que no es triángulo equilátero. Si algo es triángulo equilátero, lo es completamente; y si no, no lo es, en absoluto: aquí no hay penumbras, no hay transiciones insensibles. [...] Entre tanto, los términos que se emplean en la vida corriente [...] no solo no son todos como los términos matemáticos, desde este punto de vista, sino que difieren de ellos en su gran mayoría.

Pone Vaz Ferreira el ejemplo del término preferido de los eticistas:

Todos los matemáticos del mundo están de acuerdo sobre lo que quiere decir “triángulo equilátero”; pero serán pocos los hombres que tengan de la significación del término bueno una idea (o mejor, un estado mental [...]) que coincida en todo.
Pero además, y sobre todo, la connotación del término bueno acaba en penumbra: se va perdiendo poco a poco, se va haciendo cada vez menos aplicable; pero no deja de serlo de golpe: hay hombres que son claramente buenos [...]; hay otros hombres que no son tan buenos, pero a quienes todavía llamamos buenos; y llega un momento en que la palabra bueno va dejando poco a poco de ser aplicable: los límites, son completamente vagos.
En las ciencias de la realidad, hay muchos términos cuya aplicación ofrece el mismo carácter que los de la vida práctica. [...] Lo que no existe en las matemáticas, donde todo término tiene o debe tener una connotación absolutamente precisa, de límites claros y sin grados ni distinciones.
Ahora ¿qué resulta de aquí?
Esto: que la disciplina matemática tiende a crear un modo de pensar que, adecuado a las clases de nociones o de términos que se manejan en matemáticas, resulta inadecuado, no diremos para todo el pensamiento de la realidad y de las ciencias de la realidad; pero sí para muchas de sus manifestaciones.

El peligro mayor de todo esto es la sensación que el pensador de orientación matemática puede llegar a tener respecto de la seguridad y confiabilidad de la conclusión no matemática a la que ha llegado a través de sus argumentaciones:

Tendiendo las matemáticas a acostumbrar al espíritu a tratar todas las nociones como si fueran de connotación precisa y de límite preciso, uno de sus peligros es que, no solo no acostumbran a manejar las nociones o términos de connotación vaga, sino que acostumbran a manejarlos mal, esto es, a manejarlos como si tuvieran connotación precisa. Y de aquí resulta precisamente que la cultura matemática, en cuanto queda sola, o en cuanto no es lo suficientemente neutralizada o completada por otras culturas, tienda, como ninguna otra, a ese defecto mental que se llama el simplismo, y a engendrar el paralogismo de falsa precisión.

Tiende, el pensador de orientación excesivamente matemática, a desdeñar los hechos, a relegarlos siempre a un segundo plano, puesto que los hechos no interesan en absoluto a la hora de realizar ecuaciones:

El matemático se acostumbra a manejar muy exclusivamente el raciocinio, y el hábito de proceder así en la realidad [...] se va haciendo cada vez más peligroso a medida que se trata de realidades más complejas. Menos impunemente que un astrónomo puede un químico no ser más que un razonador; y si un médico no fuera más que un razonador, sería un pésimo médico.

En síntesis:

Desde el punto de vista educativo, tiende la cultura matemática a producir simplismo, falsa precisión, prescindencia de la realidad, no tener en cuenta lo ignorado, ilusión de comprender del todo, gran seguridad falsa y ficticia.
[...]
La práctica nos muestra que, cuando los matemáticos de cultura exclusivamente matemática se ponen a hablar de cosas no matemáticas, suelen exhibir un simplismo tan grande, que llega hasta la incomprensión, a veces, de las mismas cuestiones; y una firme e ilegítima sensación de seguridad y de superioridad (al matemático [...] lo impresiona mal lo dudoso, lo incierto, así como el reconocimiento de lo parcial del saber; la suspensión del juicio, etc.).

Llega por fin Vaz Ferreira a su conclusión:

La cultura matemática debe darse, pero no predominantemente, ni menos exclusivamente.
Entiéndase bien: si cada hombre ha de ser un hombre completo, el hecho de que haya matemáticos que no sean más que matemáticos, podrá ser útil; pero tomándolos como en una sociedad de hormigas o de abejas se toma al insecto que no sabe hacer más que una o algunas cosas, esto es, como un instrumento. Podrá convenir a la humanidad, considerada en conjunto, que haya matemáticos puros, aun cuando no sepan pensar fuera de las matemáticas [...]; pero si consideramos las sociedades humanas como compuestas de individuos que deben, si no ser totalmente completos, por lo menos, serlo hasta un cierto grado; y si consideramos al individuo mismo que haya de recibir la cultura, entonces la consecuencia es la que hemos enunciado: la cultura matemática, desde el punto de vista educativo, ofrece, junto con su gran utilidad, serios peligros; debiéndosela, por consiguiente, dosificar en un grado adecuado, y completarla y neutralizarla con otras formas de cultura (Carlos Vaz Ferreira, “Valor educativo de las matemáticas”, ensayo incluido en el tomo XXI (suplemento) de sus Inéditos, pp 231 a 252).

Me mortificaba yo a veces por el hecho de haber abandonado mis estudios universitarios para la licenciatura en matemáticas a los pocos días de haberlos comenzado. Me mortificaba no porque continuase con la idea de ser un eximio matemático, sino porque suponía que las matemáticas me ayudarían a mejor pensar sobre las cosas que al pensador filosófico más le obsesionan. Creo ahora que el destino, o como quieran llamarlo, prepara a veces el camino de uno de una mejor manera que como podría hacerlo uno mismo, desechando obstáculos que no vemos como tales, y que hasta consideramos auxilios. Creo ahora, si no se me ha entendido, que las matemáticas que tengo en la cabeza son más que suficientes para pensar al modo filosófico, y que si me hubiera excedido en la dosis, como estuve a un paso de hacerlo, varios de mis puntos de vista relacionados con mis más íntimas creencias se habrían echado a perder.

sábado, 11 de febrero de 2017

La crítica de Vaz Ferreira al pragmatismo de James

Me parece que algunos de mis críticos sufren mucho debido a su incapacidad casi patética para comprender las tesis que intentan refutar.
William James, El significado de la verdad, prefacio

De todos los críticos del pragmatismo de James, el que ha resultado más demoledor, claro e inteligente ha sido el uruguayo Carlos Vaz Ferreira. Y como por ser latinoamericano su crítica no ha trascendido demasiado, la transcribiré aquí con algún detalle:

Mientras los pragmatistas se han limitado a mantenerse en el terreno especulativo, y a dar una teoría de la verdad, no han hecho [...] más que explicar la verdad. Pero, de esta explicación de la verdad, han pretendido sacar consecuencias prácticas, y, en este punto, llamo la atención de ustedes de la manera más especial sobre el gravísimo error cometido.
La confusión fundamental de James y de los otros pragmatistas, ha consistido en pretender sacar consecuencias prácticas de lo que no hubiera debido ser más que una definición o explicación de la verdad. Han cometido el mismo sofisma que hubiera cometido Berkeley si hubiera pretendido sacar consecuencias prácticas de su idealismo.
Supongamos que los argumentos de Berkeley nos han convencido: que nos hemos hecho idealistas: lo cual quiere decir que hemos admitido que la materia no es otra cosa que estados de conciencia. Una vez que hemos admitido esta doctrina, ¿hay algo cambiado en la práctica? ¿Significará, la admisión del idealismo, que, desde ese momento, lo que era, por ejemplo, duro, pesado, suave, blando, sólido, líquido o gaseoso, deje de ser lo que era antes? ¿Implicará, por ejemplo, que desde ese momento no deberemos ya tener miedo de que nos atropelle un vehículo o de que nos caiga un andamio en la cabeza? [...] Porque seamos idealistas ¿ya no deberemos, como antes, evitar el golpe de un arma filosa o el de un objeto pesado? No, en manera alguna. Hemos explicado la materia por estados de conciencia; pero los estados de conciencia siguen siendo lo mismo que antes. [...]
Pues bien: a mí me parece evidente que los pragmatistas, al pretender deducir consecuencias prácticas de sus teorías de la verdad, han caído exactamente en ese mismo sofisma.
¿La verdad se reduce a las consecuencias próximas y remotas, reales y posibles, de una proposición o doctrina?
Perfectamente. Aun suponiendo que admitamos nosotros esa explicación de una manera plena y sin reserva alguna, aun en ese caso, lo que era verdad antes de admitirla, sigue siendo verdad después: lo que era error antes, sigue siendo error ahora: lo que era verdadero o falso, dudoso o probable, legítimo o ilegítimo desde el punto de vista lógico, sigue siendo exactamente lo que era antes. Debemos seguir temiendo al error, después de ser pragmatistas teóricos, como debemos seguir temiendo a los trenes o a los golpes, después de ser idealistas teóricos. No hay nada modificado.
El sofisma consiste, pues, en haber procurado sacar, de una definición de la verdad, consecuencias prácticas, relativas a nuestras relaciones con la verdad. Exactamente como el sofisma de un berkeleyano que no hubiera comprendido el sistema, hubiera podido consistir en sacar de una definición de la materia, consecuencias prácticas, mecánicas, referentes a nuestras relaciones con la materia.
Voy a presentar otro aspecto del mismo sofisma.
Admitamos siempre la teoría pragmatista de la verdad. La verdad se reduce a consecuencias: la verdad es consecuencias.
¿De qué consecuencias se trata? ¿De todas las consecuencias, actuales y futuras, reales y posibles, conocidas y desconocidas, previsibles e imprevisibles (como a veces, en ciertos momentos, lo sostienen los pragmatistas)? ¿O bien se trata de algunas consecuencias; por ejemplo: de las consecuencias que pueden percibirse, que pueden preverse: de las consecuencias que ocurren en un momento dado o en una época dada; de las que afectan a un individuo determinado o a una sociedad determinada?
En el primer caso, como he procurado explicarlo, el pragmatismo teórico no afecta absolutamente en nada las reglas de creencia; en el segundo caso sí las afecta. Es entonces cuando el pragmatismo podría tener consecuencias prácticas: pero es entonces cuando el pragmatismo se vuelve una doctrina funesta.
La verdad de una doctrina, nos dicen loe pragmatistas, se reconoce en su "éxito"... Palabra elástica, vaga y de mal uso. ¿De qué éxito se trata? ¿De un éxito concreto, temporal, que ocurre en un momento dado para una persona, para varias personas, para una sociedad? ¿Reconocemos (como dice Schiller) la verdad de una idea en que podemos cabalgar sobre ella? Muy bien: en ese caso, si yo sostengo que Dios es Dios y Mahoma su profeta, y si lo sostengo en Turquía, cabalgo sobre esa idea; si lo sostengo en la República del Uruguay, no cabalgo. ¿Eso quiere decir que la idea, en el primer caso, sea verdadera, y en el segundo caso sea falsa? Inmediatamente responderían los pragmatistas: "¡No! Hay que tomar ampliamente las consecuencias: no se trata del éxito de una persona, ni siquiera, tal vez, del éxito de una sociedad; se trata, no solamente de consecuencias próximas, sino de consecuencias remotas, y aun de consecuencias posibles"; pero en ese caso, volvemos otra vez a la primera doctrina; y entonces el pragmatismo —fíjense bien en esto-- queda encerrado en un dilema: o bien su definición de la verdad se refiere a todas las consecuencias tomadas con la mayor amplitud, y entonces no modifica la práctica; o bien modifica la práctica, pero es prescindiendo de algunas consecuencias posibles, por lo menos, de las creencias; y, en este caso, modifica la práctica en mal sentido, y el pragmatismo se vuelve un sistema funesto, porque nos conduce a tomar en muchísimos casos el error por verdad, buscando el criterio del éxito. Error y verdad, aun en el sentido amplio de los mismos pragmatistas.
[...]
William James, como procuraré dentro de un momento mostrarlo con citas de sus obras, piensa y escribe en un estado de oscilación continua [...]. A veces toma el pragmatismo en un sentido; a veces, en otro; justifica, por ejemplo, el pragmatismo teórico, y después pasa a justificar el pragmatismo práctico como si fuera una consecuencia de él. Cuando encuentra alguna dificultad y sin darse cuenta de ello, vuelve al primer sentido; y esto explica, entre otras cosas, la buena fe evidente con que se queja de haber sido mal comprendido.
Procuraremos ver claro esto con algunas citas. Sigan ustedes este párrafo:
Al frente de esta corriente de lógica científica se hallan Schiller y Dewey con la explicación pragmática de lo que significa la verdad en todos los sitios (William James, El pragmatismo[1]).
Significa: noten que aquí se trata de lo que yo he llamado el pragmatismo teórico, esto es, de una explicación de la verdad.
Estos profesores dicen que en todas partes verdad —en nuestras ideas y creencias— significa lo mismo que en la ciencia. No quiere decir, explican, sino que las ideas (que no son sino partes de nuestra experiencia) llegan a ser ciertas en cuanto nos ayudan a entrar en relación satisfactoria con otras partes de nuestra experiencia.
De modo que continúa el autor tomando el pragmatismo en el sentido teórico: se trata de la significación de la verdad. Y, después de unas pocas líneas, continúa así:
Cualquier idea sobre la que podamos cabalgar, por así decirlo, cualquier idea que nos conduzca prósperamente de una parte de nuestra experiencia a otra, enlazando las cosas satisfactoriamente, laborando con seguridad, simplificándolas, ahorrando trabajo es verdadera; esto es, verdadera instrumentalmente.
Creo que, después de la explicación precedente, ustedes han podido notar con facilidad cómo el autor se pasa, se corre, del primer sentido al segundo. En las primeras líneas del pasaje, habla de lo que la verdad significa: hace lo que haría Berkeley al decirnos que la materia se compone de estados de conciencia —lo cual no debe modificar en nada nuestras relaciones mecánicas con la materia —; pero, en la parte final del pasaje, nos dice que una idea en la cual podemos cabalgar, es una idea verdadera. ¿Qué quiere decir cabalgar? Es evidente que aquí se refiere a un éxito personal; en todo caso, limitado; que aquí piensa únicamente en algunas de las consecuencias prácticas de la idea. Un mahometano, por ejemplo, cabalga sobre su mahometismo, a condición de estar en Turquía. ¿Quiere decir eso que su mahometismo sea verdadero? No, aun dentro de la teoría de James, aun dentro de la teoría que admitía al principio de su pasaje, porque allí no se trataba únicamente de algunas consecuencias, sino de todas, incluso todas las posibles; pero en la segunda mitad del pasaje, se refiere únicamente al éxito práctico, a ese éxito concreto que traduce únicamente algunas de las consecuencias de la doctrina. [...]
Véase en la siguiente frase un ejemplo típico de la aplicación viciosa del pragmatismo:
Si las ideas teológicas prueban poseer valor para la vida concreta, serán verdaderas para el pragmatismo en la medida en que lo consigan. Su verdad dependerá enteramente de sus relaciones con las otras verdades que también han de ser conocidas.
Una consecuencia de este orden no se deduce, en manera alguna, del pragmatismo teórico. El pragmatismo teórico consistía en sostener que la verdad, analizada, se reduce a las consecuencias de las doctrinas; pero a condición de que entren todas las consecuencias, no sólo reales sino posibles. Mas aquí no se trata de eso: el autor habla de “la vida concreta”. Una persona determinada, o una sociedad determinada, encuentra, en un momento dado, "éxito": éxito de cualquier orden, sea material, sea espiritual, en ciertas ideas teológicas. Aun dentro del pragmatismo teórico, eso no quiere decir que sea aplicable a dichas ideas teológicas la definición de la verdad: se ha prescindido de consecuencias remotas, de consecuencias posibles, y la prueba de que es así, es que, este criterio de verdad, podríamos nosotros aplicarlo a otras ideas teológicas, que el mismo James reconocerá, como otro cualquiera, que son falsas (por ejemplo, el fetichismo, o la adoración de los animales), y que, sin embargo, en su tiempo, han tenido, como diría James, un valor para la vida concreta…
Es, pues, siempre, el mismo error. Un berkeleyano que comprendiera inteligente y consecuentemente su sistema, nos diría: "La materia se reduce a estados de conciencia. Pero todas nuestras reglas de conducta con relación a la materia, sean racionales, sean instintivas, lo mismo que nuestros sentimientos hacia la materia; todo eso, debe quedar". [...] Pues bien: exactamente del mismo modo, aun cuando se admita el pragmatismo teórico de James, ha de quedar subsistente, por una parte, toda la lógica, a condición, naturalmente, de que sea lógica buena: como queda subsistente el arte de edificar, dentro del idealismo de Berkeley, así ha de quedar subsistente, dentro del pragmatismo teórico, el arte de pensar. E igualmente, por otra parte, como quedan subsistentes, dentro del idealismo de Berkeley, nuestros instintos relativos a la materia, así también han de quedar subsistentes nuestros instintos y nuestros sentimientos relativos a la verdad, aun dentro del pragmatismo teórico de James. Por ejemplo: ese sentimiento que hace que nosotros distingamos lo verdadero de lo que tiene éxito, ese sentimiento que nos conduce a reprobar la conducta de los que adoptan creencias teniendo en cuenta su éxito, todos estos sentimientos, son legítimos, y deben quedar, dentro de la teoría de James, y siempre que ella sea debidamente comprendida.
Diré solamente que la verdad es una especie de lo bueno y no como se supone corrientemente una categoría distinta de aquello coordinada con ello. La verdad es el nombre de cuanto en sí mismo demuestra ser bueno como creencia.
Esta es una confusión de términos, que puede llevar a una confusión de ideas.
Supongamos que un hombre es mahometano en Turquía, y otro es mahometano en el Uruguay. En estos dos casos, hay un elemento común y un elemento distinto. El elemento común, es el que nosotros estamos acostumbrados a llamar verdad o falsedad de la doctrina, idéntico en un caso o en otro; y el elemento distinto, es un elemento de éxito, o, si ustedes quieren, de bien.
William James, como cualquiera, es muy libre de designar esos dos elementos con el mismo nombre; pero en ello no encontramos ningún beneficio, y sí, al contrario, graves inconvenientes.
Sin duda, la cuestión de designación será una cuestión de palabras. Pero es indudable que, en el hecho, hay en esos dos casos un elemento común que no es de la misma clase que el otro elemento; y, por consiguiente, es razonable y práctico seguir llamando al uno "verdad" y al otro "éxito", como estamos acostumbrados a hacerlo.
Naturalmente que un pensador como James tenía que tropezar en esta dificultad, y había de procurar resolverla.
Véase este párrafo, que es característico:
Acabo de decir que lo que nos conviene es verdadero, a menos que la creencia no entre en conflicto incidentalmente con otra ventaja vital. Ahora bien: en la vida real, ¿con qué beneficios vitales se halla más expuesta a chocar cualquier creencia particular nuestra? ¿Con cuáles sino con los beneficios vitales aportados por otras creencias, cuando éstas prueban ser incompatibles con aquéllas? En otras palabras, el enemigo mayor de cualquiera de nuestras verdades puede serlo el resto de nuestras verdades.
Si se comprende bien este párrafo, se ve la prueba más acabada de aquella oscilación de William James. En sus ejemplos concretos anteriores (como, por ejemplo, en el de las ideas teológicas, que cité hace un momento), él se refiere a algunas consecuencias de las doctrinas; tropieza con la dificultad, y entonces se refugia, como ahora, en el pragmatismo amplio, puramente teórico, que abarcaría todas las consecuencias de las doctrinas, sin darse cuenta de que, una vez que sea ese el pragmatismo que él admita, no tiene derecho a sacar de él ninguna consecuencia práctica.
[...]
Un párrafo muy interesante para la crítica:
Nuestra obligación de buscar la verdad es parte de nuestra obligación general de hacer lo que paga.
(Pagar, en el sentido de dar resultados)
El pago que dan las ideas verdaderas es la única razón de nuestro deber de adoptarlas. Idéntica razón existe en el caso de la riqueza o de la salud. La verdad no nos reclama otra cosa, ni nos impone otra clase de deber que lo que hacen la salud o la riqueza. Todas estas imposiciones (claims) son condicionales; los beneficios concretos que ganamos son lo que queremos significar cuando llamamos un deber a la persecución de la verdad. En el caso de la verdad, las creencias falsas trabajan tan perniciosamente, a la larga, como las creencias verdaderas trabajan beneficiosamente.
Esta imagen puede perfectamente servirnos para acabar de comprender, si aún fuera preciso, el sofisma capital del pragmatismo. Voy a servirme de la misma comparación: Lo que James no ha sabido ver, aunque sus expresiones literales indiquen otra cosa, es que, la verdad, paga, es cierto; pero paga a crédito. El sofisma del pragmatismo práctico ha sido no ver más que el pago al contado, o, cuando más, en materia de crédito, no ver muy lejos. De manera que, si bien teóricamente los pragmatistas tienen en cuenta el crédito en toda su extensión […], cuando pretenden sacar consecuencias prácticas de la doctrina, o no ven el crédito, o lo ven con una vista muy estrecha o muy corta. (Naturalmente, hay una diferencia; la imagen es imperfecta desde un punto de vista, y es éste: que, el crédito de la verdad, es infinito: quiero decir con esto que nunca puede limitarse de antemano el beneficio o la cantidad de beneficio que una verdad pueda rendir. Salvo esta diferencia, la misma metáfora de James es adecuada para suministrarnos un ejemplo de su paralogismo).
De manera que la conducta práctica (teniendo en cuenta ese crédito ilimitado de la verdad), la conducta práctica verdaderamente razonable y útil, aun pragmáticamente, consiste en no pensar en el pago. Justamente porque nadie puede determinarlo de antemano; justamente porque nadie puede saber la cantidad de beneficio que una verdad puede darnos; justamente porque podemos considerar ese beneficio como prácticamente ilimitado, nuestra conducta práctica más razonable, aún desde el punto de vista pragmatista, es la de buscar la verdad incondicionalmente y prescindiendo en absoluto de esos beneficios: dándolos por seguros.
[…]
Dentro de los principios pragmáticos, no podemos rechazar una hipótesis si se siguen de ella consecuencias utilizables para la vida. Las concepciones universales, como cosas que hay que tener en cuenta, pueden ser tan reales para el pragmatismo como lo son las sensaciones particulares. No tienen en verdad ningún significado y ninguna realidad, si no tienen ningún uso. Pero si tienen algún uso, tienen, en esa misma proporción, significado.
Ustedes mismos notan ya que en algunos casos, como en éste, las aplicaciones de la doctrina se vuelven demasiado groseras; y precisamente ello ocurre a consecuencia siempre de la misma falacia: después de haber sentado una doctrina que se referiría a todas las consecuencias reales y posibles, presentes y futuras, las cuales nunca pueden preverse de antemano, James, en ciertos momentos, piensa sólo en las consecuencias inmediatas o visibles, concretamente, en un momento dado, en una época dada, y nos dice, por ejemplo, que "no podemos rechazar una hipótesis si se siguen de ella consecuencias utilizables". ¿En qué está pensando James en este momento?... Consecuencias "utilizables": ¿cuándo? ¿Para quiénes?... Al hablar así, evidentemente, James está pensando sólo en consecuencias utilizables en un momento dado, para un individuo, para una sociedad. Oscila, pues, se corre de una a otra concepción; y de una doctrina sin duda seria y profunda, como el pragmatismo teórico, puede llegar, en virtud de esa oscilación, a consecuencias tan groseras como las que se exponen en el pasaje leído.
El criterio de James hubiera podido aplicarse a cualquier doctrina falsa, en la época en que dominaba; y si esa doctrina falsa ha sido sobrepasada por la humanidad, ha sido gracias a la acción de los que rechazaban las hipótesis no obstante sus consecuencias utilizables, y a pesar de la acción de los que se atenían inconscientemente a la estrecha y grosera regla pragmatista.

(Carlos Vaz Ferreira, “El pragmatismo” (1909), ensayo incluido en el libro Tres filósofos de la vida, pp. 148 a 161.)[2]




[1] El resto de las citas que trae a colación Vaz Ferreira también pertenecen a este libro de James.
[2] Henri Bergson no coincide con Vaz Ferreira: "Se ha dicho que el pragmatismo de James no era más que una forma del escepticismo, que rebajaba la verdad, que la subordinaba a la utilidad material, que desaconsejaba, que desalentaba la búsqueda científica desinteresada. Una tal interpretación jamás vendrá al espíritu de quienes lean atentamente la obra" (El pensamiento y lo moviente, cap. VIII, p. 202). Deberemos, pues, Vaz Ferreira y yo, leer nuevamente el libro de James, y esta vez con mayor atención…

viernes, 10 de febrero de 2017

El amor a la verdad en William James

Dijo Henri Bergson refiriéndose a William James:

 

Nadie amó la verdad con más ardiente amor. Nadie la buscó con más pasión. Una inmensa inquietud le animaba y, de ciencia en ciencia, de la anatomía y la fisiología a la psicología, de la psicología a la filosofía, marchaba, tenso sobre los grandes problemas, despreocupado de lo demás, olvidado de sí mismo (El pensamiento y lo moviente, cap. VIII, p. 202).

 


Si esto es verdad, si esto es verdad en el sentido ortodoxo de la palabra y no en el sentido pragmatista, cabe aquí aplicar enteramente aquel adagio tan popular y tan triste: Porque te quiero, te aporreo…

jueves, 9 de febrero de 2017

William James, adicto a las conferencias

Peirce era demasiado rigorista en sus explicaciones y por eso su filosofía no trascendió. James, en cambio, cometió el error opuesto: fue un escritor demasiado poco rigorista, y por eso su filosofía es lógicamente débil[1].

Planeó James escribir un tratado sobre pragmatismo serio y enjundioso que despejara todas las dudas que sus críticos le señalaban, pero este plan fue relegado una y otra vez debido a su actividad favorita:

 

Durante los últimos años de James su deseo de terminar su sistema y su debilidad por las conferencias públicas estaban en pugna perpetua. [...] Estaba evidentemente motivado por un impulso característico a comunicar sus últimas ideas a los demás sin esperar a darles forma técnica o sistemática; y se sentía al mismo tiempo ansioso de someter sus pensamientos privados a la prueba social (Ralph Perry, El pensamiento y la personalidad de William James, cap. XXXII, p. 297).

¿Qué era más “pragmático”, dictar una serie de conferencias que, periodismo mediante, lo catapultarían cada vez más alto como referente del pensamiento norteamericano, o escribir un libro pormenorizado sobre el mismo asunto, lo que le demandaría mucho más tiempo y energías mentales, y cuyo éxito no sería inmediato como el de las conferencias, sino que sobrevendría algún tiempo después, quizá después —como suele suceder con los grandes pensadores— de que su espíritu ya no esté en este mundo?

Durante los años 1905-1906, en que James estuvo tan atareado dando conferencias de divulgación, “El Libro” aún ocupaba sus pensamientos: preparó dos esbozos de este. Pero en lugar de llevarlos a cabo, permitió que lo absorbiera nuevamente la actividad de conferenciante (ibíd., p. 299).

Las conferencias eran para él como una droga. En 1905 dictó una serie de cinco, sucesivamente, en Wellesley, en Chicago y en Glenmore. Dictó otras en el verano de 1906 en Harvard, en el otoño en Lowelly, y esas mismas en el invierno de 1907 en Nueva York, ante un auditorio récord de más de mil personas. Estaba en “el punto más alto de mi existencia, en lo que se refiere a [...] ser reconocido”. Pero el pensamiento coherente y sistemático y el reconocimiento popular no siempre van de la mano. La atención pública que lograron estas conferencias “embarcó al autor en una cantidad tan grande de escritos de agradecimiento, interpretación y controversia, que lo obligó a posponer nuevamente el tratado técnico. ¡Tal fue el castigo por el éxito!” (ibíd., p. 299)[2]. Se comportó en esto William James como un auténtico pragmatista en el mal sentido del término. Las conferencias eran pan para hoy, éxito, reconocimiento y dinero para hoy, mientras que el tratado técnico era, con suerte, pan para mañana, pan para sus hijos o sus nietos tal vez; pan remoto e incierto; pan para la posteridad. Y como el pragmatismo, en su sentido carroñero y miserable, prioriza el éxito presente y palpable a costa de los éxitos lejanos en tiempo y espacio, James siguió conferenciando hasta su muerte, lo que le reportó gran reputación…, y nosotros nos quedamos sin el tratado técnico.

Las verdades “pagan”, decía James[3]. Por eso sus conferencias eran sin duda muy verdaderas: le pagaban buen dinero por dictarlas. Pero ¿y el tratado? El tratado posiblemente no pague, o, mejor dicho, no le pague a él, no le reporte dividendos, ni pecuniarios ni de renombre, de modo que ¿para qué escribirlo?

¿Qué habría sido de la cultura filosófica occidental si la mayoría de los pensadores hubiese razonado así, pragmáticamente, a la hora de desarrollar y publicitar sus ideas?




[1] Cometió también otro error, o lo cometieron más bien sus padres al dotarlo de un temperamento jovial y extravertido. "Se supone —dijo Peirce— que todo metafísico tiene algún defecto radical que encontrar en todos los demás, y no encuentro un defecto más grave en los nuevos pragmatistas que el de ser vivaces. Para ser profundo es requisito ser aburrido" (Obra filosófica reunida, tomo II, p. 264 de la edición electrónica). Me gustaría no concordar con este aserto, pero concuerdo.
[2] Lo más serio y técnico que James publicó fueron sus Principios de psicología, pero esta obra no está emparentada sino de manera tangencial con la teoría pragmatista. Demoró doce años en finalizar este tratado, y eso que en 1890, año en que lo publicó, no era ni por asomo el solicitado conferenciante en que se convertiría quince años después.
[3] "Nuestra interpretación de la verdad es una interpretación de verdades, en plural, de procesos de conducción realizados in rebus, con esta única cualidad en común, la de que pagan" (William James, El pragmatismo, conferencia sexta). Pagar, en el sentido de dar resultados.

miércoles, 8 de febrero de 2017

Charles Peirce, un pragmatista lógico pero ininteligible

A mi viejo amigo Charles Sanders Peirce, a cuyo compañerismo filosófico en los viejos tiempos y a cuyos escritos en años más recientes debo más inspiración y apoyo de lo que puedo expresar o recompensar.
William James, La voluntad de creer, dedicatoria

Esta visión antiuniversalista y excesivamente plástica del concepto de verdad postulada por James no era aceptada por todos los pragmatistas norteamericanos. Charles Peirce, el verdadero fundador de la escuela pragmatista, la rechazó, y propuso rebautizar su filosofía para diferenciarla de la de James:

En la actualidad la palabra [pragmatismo] empieza a encontrarse de vez en cuando en revistas literarias, donde se abusa de ella de la manera despiadada que las palabras deben esperar cuando caen en las garras literarias. [...] Entonces, el autor, encontrando a su criatura del “pragmatismo” así promovida, siente que es hora de dar un beso de despedida a su niño y de abandonarlo a su más elevado destino, mientras que para el propósito preciso de expresar la definición original tiene el gusto de anunciar el nacimiento de la palabra “pragmaticismo”, que es lo suficientemente fea para estar a salvo de secuestradores (“Qué es el pragmatismo”, artículo publicado por Peirce en The Monist, XV, abril de 1905, incluido en su Obra filosófica reunida, tomo II, pp. 576-7 de la edición electrónica).

Escribe Peirce que tanto James como Schiller han hecho que esa palabra implique “la voluntad de creer, la mutabilidad de la verdad, la solidez de la refutación al movimiento de Zenón y el pluralismo en general” (ibíd., tomo II, p. 785). Desde una carta fechada el 7/3/1904, reconviene a James del siguiente modo: “Tú y Schiller lleváis el pragmatismo demasiado lejos para mí. No quiero conducirlo a la exageración sino mantenerlo dentro de los límites establecidos por las evidencias a su favor” (ibíd., p. 40). En 1907, año en que James publicara El pragmatismo, escribió un artículo de idéntico nombre a través del cual estrecha notablemente el significado del término y lo circunscribe al terreno de la lingüística. El pragmatismo, dice, es “solo un método para averiguar los significados de las palabras brutas y de los conceptos abstractos” (ibíd., p. 687).
Pero el estilo de Peirce era oscuro y erudito, todo lo contrario del estilo de James, de ahí que su pensamiento no trascendiera las fronteras universitarias. Sus escritos se inclinaban demasiado hacia el rigorismo matemático, y el propio James, que lo admiraba como pensador y a la vez le aconsejaba “popularizar” su filosofía, se lo hacía notar constantemente. A las puertas de unas conferencias que dictaría Peirce en Cambridge en el invierno de 1898, y para que sus concepciones pudiesen medrar tal como medraban las suyas, le sugería James lo siguiente luego de recibir el borrador del programa:

Lamento que estés tan apegado a la lógica formal. Conozco nuestra escuela de graduados de aquí, y también la conoce Royce, y ambos estamos de acuerdo en que hay sólo tres hombres que podrían quizá seguir tus diagramas y relativos. […] Hay materia suficiente en los dos primeros volúmenes del prospecto de tu sistema para dar un breve curso sin entrar en ningún simbolismo matemático [...]. Ahora sé un buen muchacho y elabora un plan más al alcance de todos. No deseo que el auditorio se reduzca a tres o cuatro alumnos, y no veo cómo podríamos evitarlo con el programa que propones...  difícilmente te imaginas qué poco interés existe en los aspectos puramente formales de la lógica. [...] Escríbeme entonces si aceptas todas estas condiciones y, por favor, haz que las conferencias contengan lo menos matemático que haya en ti (carta de James a Peirce del 22/12/1897, citada por Ralph Perry en El pensamiento y la personalidad de William James, p. 287).


Estas recomendaciones se repitieron una y otra vez, hasta que Peirce se cansó y estalló: “Es muy hiriente que me digas a cada momento que soy totalmente incomprensible” (carta a James del 3/10/1904, citada en ibíd, p. 292). Pero James tenía razón: Peirce fue siempre incomprensible para los asistentes a sus conferencias y también para sus lectores “no iniciados”. Y al decir de Ralph Perry, también fue mal comprendido por el propio James: “El movimiento moderno conocido como pragmatismo es en gran medida resultado de la interpretación equivocada que James hizo de Peirce” (ibíd., p. 285). Si esto es así, lo que hoy se conoce popularmente como pragmatismo es una regurgitación mal digerida de otro sistema mucho más serio y coherente, pero muy mal explicado. Por eso siempre recalco la importancia de escribir bien y en forma llana. Si Peirce hubiese sido tan buen escritor como lo fue James, tal vez el pragmatismo habría padecido menos inconsistencias lógicas que las que tuvo en manos de su más conspicuo propagandista.