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Las causas del antisemitismo (1ª parte)


¿Se habrá ofendido algún filosemita por mi anterior alusión al judaísmo? ¿Pensará la gente que un dejo de arcaico antisemitismo corre por mis venas? ¡Acúsenme, acúsenme de antisemitismo, que tal vez no esté tan mal fundada la acusación!


Si antisemita es todo aquel que odia a los pueblos de origen semítico --en especial a los judíos-- y aprueba la persecución y exterminio de sus individuos, entonces yo no soy antisemita . Pero si por antisemita entendemos a la persona que se opone intelectualmente a la influencia de las doctrinas morales, instituciones y costumbres de los pueblos semitas en la sociedad en que vive o desea vivir, entonces sí soy antisemita, y lo digo sin ninguna vergüenza o resquemor. No me causan odio los judíos, pero sí me lo causa del modus vivendi, y sobre todo el modus operandi que es marca registrada de la civilización judaica desde mucho antes del nacimiento de Jesús. Me refiero, claro está, al concepto que los judíos tienen respecto a la economía, concepto que ha echado raíces en todas y cada una de las sociedades modernas y por la cual ya no es, en modo alguno, privativo de quienes lo patentaran. La aberración económica de los judíos es, con mucho, el más inficionante de sus legados culturales, aunque hay otros, como su proverbial espíritu vengativo por ejemplo, que no se quedan muy atrás en cuanto a su podredumbre. Tratemos, pues, de comprender por qué ha llegado el judío a esos niveles de avaricia y resentimiento y en qué relación se encuentran estos factores respecto de la aversión que buena parte de los no judíos manifiestan por los judíos (¿se odia a los judíos porque son avaros y resentidos o el judío se hizo así debido a que siempre se lo ha marginado y odiado?). Y desenmascaremos, digamos las cosas como son. No voy aquí --citas mediante-- a denunciar a nadie en particular ni al pueblo judío general. Quien denuncia lo hace con la esperanza de que el denunciado reciba su castigo --u otro tipo de coacción-- por parte de terceros. Yo no denuncio, yo expongo. Yo saco los trapos al sol por la sencilla razón de que me asquea el olor a humedad. Si después de leer lo que sigue alguien termina odiando a muerte a los judíos y convirtiéndose al nazismo, asumo toda la responsabilidad. Pero este señor nunca será mi prosélito.

El judío Bernard Lazare escribió, en 1894, un interesante libro que dio llamar El antisemitismo. Allí se tocan prácticamente todos los temas relacionados con la cuestión judía de un modo que se me antoja, a primera vista, sincero y desinteresado --o interesado en el esclarecimiento de la realidad, en desmedro de otros intereses más prosaicos que son los que suelen reinar a la hora de publicar una obra. Es por eso que citaré profusamente a este autor, comenzando por las páginas 11 y 12, en donde opina que las causas del antisemitismo hay que buscarlas, entre otros lugares, en el propio espíritu de los judíos:




Si la hostilidad y hasta la repugnancia sólo se hubieran manifestado con respecto a los judíos en una época y en un país, sería fácil desentrañar las causas limitadas de estas cóleras; pero por el contrario, la raza judía ha sido objeto del odio de todos los pueblos en medio de los cuales se ha establecido. Ya que los enemigos de los judíos pertenecían a las razas más diversas, vivían en países muy apartados los unos de los otros, estaban regidos por leyes diferentes y gobernados por principios opuestos, no tenían ni el mismo modo de vivir ni las mismas costumbres y estaban animados por espíritus disímiles que no les permitían juzgar de igual modo todas las cosas, es necesario, por lo tanto, que las causas generales del antisemitismo siempre hayan residido en el mismo Israel y no en quienes lo han combatido.

Esto no significa afirmar que los perseguidores de los israelitas siempre tuvieron el derecho de su lado, ni que no se entregaron a todos los excesos que comportan los odios profundos, sino asentar como principio que los judíos provocaron --por lo menos en parte-- sus propias desgracias.



Luego afirma (p. 83) que



durante los siete primeros siglos de la era cristiana, el antijudaísmo tuvo causas exclusivamente religiosas y fue casi únicamente dirigido por el clero. Los excesos populares y la represión legislativa no deben engañarnos, pues nunca fueron espontáneos y sus inspiradores siempre fueron obispos, sacerdotes y monjes. Sólo partir del siglo XVIII causas sociales vinieron a agregarse a las causas religiosas. También sólo después del siglo XVIII empezaron las verdaderas persecusiones. Coincidieron con la universalización del catolicismo, la constitución del feudalismo y también el cambio intelectual y moral de los judíos, debido en su mayor parte a la acción de los talmudistas y a la exageración de los sentimientos de exclusivismo de los judíos.



¿Cuál fue la verdadera causa detonante de la inclinación judaica por el comercio? ¿Habrá sido la prohibición que durante algún tiempo pesó sobre ellos respecto de la compra de territorios? Negativo. Según Lazare,



si no cultivaron la tierra y no fueron agricultores, no fue porque no tuvieran bienes raíces, como a menudo se ha dicho: las leyes restrictivas del derecho de propiedad de los judíos no llegaron sino después de su establecimiento. Tuvieron tierras, pero las hicieron cultivar por esclavos, pues su tenaz patriotismo les prohibía arar suelo extranjero. Este patriotismo, la idea que tenían de la santidad de la tierra palestinense, la ilusión que conservaban viva en ellos de la restauración de esta patria y la creencia particular que los hacía considerarse como exilados que algún día volverían a ver la ciudad sagrada los empujaron más que todos los demás extranjeros a dedicarse al comercio (p. 94).



Pero también fueron empujados a esa vida por sus ansias de dominación:



Pueblo enérgico, dinámico y de un orgullo infinito, que se consideraba superior a las demás naciones, el pueblo judío quiso ser una potencia. Tenía instintivamente el gusto de la dominación puesto que, por sus orígenes, su religión y el carácter de raza elegida que siempre se había atribuido, se creyó ubicado encima de todos. Para ejercer esta suerte de autoridad los judíos no pudieron elegir los medios. Y el oro les dio un poder que todas las leyes políticas y religiosas les negaban, y éste era el único que podían esperar. Detentadores del oro, se convertían en amos de sus amos, y los dominaban. También era éste el único modo de desplegar su energía y su actividad (p. 96).



Lo de que "se convertían en amos de sus amos" alude al hecho de que fueran los curas y los burgueses cristianos de la edad media quienes, según Lazare, habrían obligado a los judíos a cumplir el papel de testaferros suyos y de prestamistas del pueblo (el capital y el préstamo a interés no eran bien acogidos por el catolicismo, había que ocultarlos bajo la fachada judaica, que carecía de pruritos religiosos en ese sentido).

¿Estuvo al alcance de los judíos la posibilidad de canalizar sus ansias de dominación de un modo más sano y constructivo? Sí --responde Lazare--, y lo intentaron.



Pero para eso tuvieron que combatir contra su propia mentalidad. Durante largos años fueron intelectuales. Se dedicaron a las ciencias, las letras y la filosofía. Fueron matemáticos y astrónomos. Practicaron la medicina [...]. Tradujeron las obras de Averroes y de los árabes comentadores de Aristóteles. Revelaron la filosofía griega al mundo cristiano y sus metafísicos Ibn Gabirol y Maimónides figuraron entre los maestros de los escolásticos. Fueron durante años los depositarios del saber. Mantuvieron en alto, como los iniciados de la Antigüedad, la antorcha que transmitieron a los occidentales. Tomaron, con los árabes, la parte más activa del florecimiento y fructificación de esta admirable civilización semítica que surgió en España y en el mediodía de Francia, civilización ésta que anunció y preparó el Renacimiento. ¿Quienes los detuvieron en este camino? Ellos mismos.

Para preservar a Israel de las perniciosas influencias del exterior --perniciosas, decían, para la integridad de la fe de-- sus doctores se esforzaron por limitarlo al estudio exclusivo de la ley. Esfuerzos en este sentido ya existieron en la época de los Macabeos, cuando los helenizantes constituían un gran partido en Palestina. Vencidos en un primer momento o, por lo menos, poco escuchados, los que se sumaron más tarde a los oscurantistas prosiguieron su misión. Cuando, en el siglo XII, la intolerancia y la beatería judías ganaron terreno y el exclusivismo aumentó, la lucha entre partidarios de la ciencia profana y sus adversarios se hizo más violenta. Se exasperó después de la muerte de Maimónides y acabó en la victoria de los oscurantistas.

Moisés Maimónides había intentado en sus obras [...] conciliar la fe y la ciencia. Aristotélico convencido, había querido unir la filosofía peripatética con el mosaísmo, y sus especulaciones sobre la naturaleza e inmortalidad del alma hallaron defensores y admiradores ardientes, pero también detractores frenéticos. Estos últimos le reprocharon sacrificar el dogma a la metafísica y menospreciar las creencias fundamentales del judaísmo: la resurrección de la carne, por ejemplo. En realidad, los maimonistas [...] tendían a dejar a un lado las prácticas rituales y las ceremonias demasiado minuciosas del culto. Osadamente racionalistas, explicaban alegóricamente los milagros bíblicos, como lo habían hecho en otros tiempos los discípulos de Filón, y evadían las prescripciones tiránicas de la religión. Pretendían participar en el movimiento intelectual de su época y mezclarse, sin abandonar sus creencias, con la sociedad en cuyo seno vivían. Sus adversarios defendían la pureza de Israel y la integridad absoluta de su culto, sus ritos y sus creencias. Veían en la filosofía y la ciencia los más funestos enemigos del judaísmo y afirmaban que si los judíos no volví a ser sí mismos, si no rechazaban lejos de sí todo lo que no era la Ley Santa, estaban destinados a perecer y a disolverse entre las naciones. Desde su punto de vista estrecho y fanático tal vez no estuvieran equivocados, y fue gracias a ellos que los judíos persistieron en todas partes como una tribu extranjera que conservaba celosamente sus leyes y sus costumbres, resignada a la muerte intelectual y moral más bien que a la muerte física y natural de los pueblos degenerados (pp. 96 a 98).

Los talmudistas, que sólo tomaban en cuenta actos exteriores cumplidos maquinalmente, y no una meta moral, cerraron el alma judía. [...] Si, por la tiranía que ejercieron sobre su rebaño, desarrollaron en cada uno la ingeniosidad y la astucia necesarias para escapar de la red que lo agarraba impiadosamente, acrecentaron el positivismo natural de los judíos ofreciéndoles como único ideal una felicidad material y personal, felicidad ésta que se podía alcanzar en la tierra siempre que se supiera cumplir las mil leyes culturales. Para conquistar esta felicidad egoísta, el Judío, que las prácticas recomendadas libraban de toda preocupación y de toda inquietud, era fatalmente llevado a buscar el oro, pues, dadas las condiciones sociales que lo regían, como regían a todos los hombres de la época, sólo el oro podía procurarle las satisfacciones que concebía su cerebro limitado y estrecho. Así, asimismo y por los que lo rodearon, por sus leyes propias y por las que se le impusieron, por su naturaleza artificial y por las circunstancias, el judío fue dirigido hacia el oro. Fue preparado para ser el cambista, el prestamista y el usurero: el que capta el metal, primero por el goce que puede proporcionar y, luego, por la única felicidad de su posesión; el que, ávido, se apodera del oro y, avaro, lo inmoviliza. Así transformado el judío, el antijudaísmo se complicó. Las causas sociales se mezclaron con las causas religiosas y la combinación de estas causas explica la intensidad y la gravedad de las persecuciones que Israel hubo de sufrir (p. 100).



Al devenir los judíos en prestamistas y capitalistas, el odio que por ellos profesaba el pueblo cristiano se potenció enésimamente.



Al convertirse el deicida, ya objeto de horror, en usurero, recaudador de tasas, impiadoso agente del fisco, el horror se acrecentó. Se le agregó el odio de los apremiados y oprimidos. Las mentes sencillas no buscaron las causas reales de su angustia: sólo vieron sus causas eficientes. Ahora bien: el judío era la causa eficiente de la usura. Era él quien, por los enormes intereses que cobraba, provocaba las penurias, la áspera y dura miseria. Era sobre el judío, pues, que recaía la enemistad. [...] A su ira por ser despojada, la muchedumbre agregaba la rabia de ser despojada por malditos y, perteneciendo estos malditos a una raza extranjera y formando un pueblo aparte, ya ninguna consideración retenía a los expoliados (pp. 101-2).



De vez en cuando, para calmar la iracundia de las masas,



reyes, nobles o burgueses ofrecían a sus esclavos un holocausto de judíos. A este judío desgraciado, durante la Edad Media se lo utiliza para dos fines. Se lo usa como sanguijuela, dejándolo inflarse y llenarse de oro; luego se lo obliga devolverlo o, si el odio popular está demasiado exacerbado, se lo entrega a un suplicio ventajoso para los capitalistas cristianos que pagan así a los que despojan un tributo de sangre propiciatoria (p. 102).



Algunos reyes llegaron a proscribir la usura judía y anular las deudas. Pero, por lo general,



toleraban a los judíos y hasta los alentaban, seguros de encontrar algún día su provecho en la confiscación o, a lo mejor, sustituyéndolos como acreedores. Sin embargo, tales medidas sólo eran temporarias y el antijudaísmo de los gobiernos era meramente político. Echaban a los judíos, sea para reforzar su hacienda, sea para suscitar el reconocimiento de los humildes que liberaban, en parte, de la pesada carga de la deuda, pero pronto lo llamaban de vuelta, pues no sabían dónde encontrar mejores recaudadores de tasas (p. 102).



Sufrieron mucho los judíos en la Edad Media, pero tuvieron su recompensa: la Reforma, que tanto en Alemania como en Inglaterra



fue uno de esos momentos en que el cristianismo volvió a las fuentes judías. Fue el espíritu judío el que triunfó con el protestantismo. La Reforma fue, en algunos de sus aspectos, una vuelta al viejo ebionismo de las edades evangélicas. Gran parte de las sectas protestantes fue medio judía. [...] Los Evangelios fueron abandonados por la Biblia y el Apocalipsis. Se sabe qué influencia estos dos libros tuvieron en los luteranos, los calvinistas y, sobre todo, los reformadores y revolucionarios ingleses. [...] Por ello, en sus comienzos en Alemania, el protestantismo trató de conquistar a los judíos y, desde este punto de vista, la analogía es notable entre Lutero y Mahoma. Ambos sacaron sus doctrinas de Fuentes hebraicas y ambos desearon hacer aprobar por los supervivientes de Israel los nuevos dogmas que elaboraban. No es éste, en efecto, uno de los aspectos menos curiosos de la historia de esta nación. Mientras el judío es detestado, despreciado, humillado, escupido, basureado , ensuciado de ultrajes, martirizado, encerrado y apaleado, es de él que el catolicismo espera el reinado final de Jesús: es el retorno de los judíos lo que la Iglesia espera y pide, este retorno que para ella será el supremo testimonio de la verdad de sus creencias, y es también a los judíos a quienes luteranos y calvinistas recurren. [...] Pero los judíos seguían siendo el pueblo obstinado de la Escritura, el pueblo del cuello rígido, rebelde a los requerimientos, tenaz e intrépidamente fiel a su dios y a su ley (pp. 118-9).



Después de la Reforma los judíos, al menos en Alemania, dejaron de ser maltratados, pues



no había tiempo para ocuparse de ellos. Por un lado los luteranos y los calvinistas estaban muy ocupados en pelearse entre sí. [...] Por otro lado, las condiciones sociales y religiosas habían cambiado mucho y su cambio era provechoso para los judíos que veían otras preocupaciones apoderarse de sus enemigos (p. 119).



En los países anglosajones el alivio llegó a los judíos a través de la Reforma; en Francia, llegó gracias a la revolución:



La Revolución Francesa fue, ante todo, una revolución económica. Si se la puede considerar como el término de una lucha de clases, también se debe ver en ella la conclusión de una lucha entre dos formas de capital: el capital inmobiliario y el capital mobiliario, el capital territorial y el capital industrial y agiotista. Con la supremacía de la nobleza desapareció la supremacía del capital territorial, y la supremacía de la burguesía trajo la supremacía del capital industrial y agiotista. La emancipación del judío se vincula con la historia de la preponderancia de este capital industrial. Mientras el capital territorial tuvo el poder político, el judío estuvo privado de todo derecho; el día en que el poder político pasó al capital industrial, el judío fue liberado, y esto era ineludible. En la lucha que había emprendido, la burguesía necesitaba auxiliares. El judío fue para ella un ayudante utilísimo, un ayudante que ella tenía interés en liberar. Desde la Revolución, el judío y el burgués marcharon juntos. Juntos sostuvieron a Napoleón, en el momento en que la dictadura se hizo necesaria para defender los privilegios conquistados por el Estado Llano. Y cuando la tiranía imperial se hizo demasiado pesada y demasiado opresiva para el capitalismo, fueron el burgués y judío los que, unidos, preludiaron a la caída del Imperio con el acaparamiento de los víveres en el momento de la campaña de Rusia y contribuyeron al desastre final provocando la baja de los títulos públicos y comprando la defección de los mariscales (p. 181).



La emancipación judía se completó rápidamente en el resto de Europa; tan rápido, que,



después de 1848, el antijudaísmo legal acabó en Occidente. Poco a poco las últimas trabas caen, las últimas restricciones son abolidas. En 1870, la caída del poder temporal de los papas hizo desaparecer el último ghetto occidental y los judíos pudieron ser ciudadanos aun en la ciudad de San Pedro.

Desde entonces, el antijudaísmo se transformó. Se hizo puramente literario. No fue más que una opinión, y esta opinión no tuvo más incidencia en las leyes (p. 166).



Según Lazare, sólo en Rusia y en Rumania continuaron las persecuciones oficiales de judíos, las cuales, si pretendían ser justas, estaban muy mal fundamentadas:



¿Por qué este trato, esta persecución abominable? Porque, contestan los antisemitas, estos cuatro millones y medio de judíos explotan a los noventa millones de rusos. ¿Cómo los explotan? Mediante la usura. Ahora bien: el noventa por ciento de los judíos rusos no tiene plata y hay apenas, en Rusia, diez a quince mil judíos que son detentadores de capitales. De estos diez a quince mil, unos son comerciantes y los demás, financistas y, por cierto, practican el agio, cuando no la usura. En fin una ínfima minoría vivía otrora en las aldeas y prestaba a los campesinos. Se echó a estos últimos de las campiñas, pero se ha dejado muy tranquilos a los comerciantes, los financistas y, en general, a todos aquellos que, siendo ricos, pueden pagar los privilegios. Por lo tanto, si se quería alcanzar a los explotadores, hubo equivocación, pues se perjudicó sobre todo a los artesanos y a los miserables (p. 174).



Algo similar ocurrió, según mi opinión, en el marco de las persecuciones del nazismo.

La Revolución Francesa no fue causada por los judíos, pero contribuyeron grandemente a incentivarla. Y aquí viene la inevitable pregunta: ¿Son los judíos de toda época y lugar una especie de fermento revolucionario, indispensables a la hora de modificar cualquier orden social? Y si es así, ¿a qué factores hay que atribuir esta permanente agitación? Analicemos estas palabras de Lazare y saquemos nuestras propias conclusiones al respecto:



Si se pudo decir de los judíos, con el señor Renan, que fueron un factor de progreso o, por lo menos, de transformación [...], es porque siempre fueron unos descontentos.

No quiero sostener con esto que hayan sido simplemente unos rebeldes o unos opositores sistemáticos a cualquier gobierno [...] sino que el estado de las cosas no los satisfacía. Estaban perpetuamente inquietos, en espera de un mejoramiento que nunca encontraban realizado. Su ideal no era de los que basta esperar --no lo habían colocado bastante alto para esto-- y no podían, por lo tanto, adormecer sus ambiciones con sueños y fantasmas. Se creían con derecho a pedir satisfacciones inmediatas y no promesas lejanas. De ahí la agitación constante de los judíos, que se manifestó no sólo en el profetismo, el mesianismo y el cristianismo, que fue su acabamiento supremo, sino también en la dispersión, y entonces de modo individual.

Las causas que hicieron nacer esta agitación, la alimentaron y la perpetuaron en el alma de algunos judíos modernos, no son causas exteriores, tales como la tiranía efectiva de un príncipe, un pueblo o un código severo. Son causas internas, vale decir que hacen a la esencia misma del espíritu hebraico. En la idea que los israelitas se hacían de Dios y en su concepto de la vida y de la muerte hay que buscar los motivos de los sentimientos de revuelta que los han animado.

Para Israel, la vida es una gracia. La existencia que Dios ha dado al hombre es buena. [...] La vida, según el hebreo, debe proporcionar al ser todas las alegrías y sólo de ella hay que esperarlas.

Por oposición, la muerte es el único mal que puede afligir al hombre. Es la máxima calamidad. Es tan horrible y tan espantosa que ser alcanzado por ella es el castigo más terrible. [...] El único premio que ambicionaban los piadosos era que Iahvé los hiciera morir colmados de días, después de años pasados en la abundancia y la alegría.

Por lo demás, ¿qué otro premio que éste hubieran podido esperar? No creían en la vida futura y sólo tardíamente, tal vez bajo la influencia del parsismo, admitieron inmortalidad del alma. Para ellos, el ser terminaba con la vida. Se adormecía hasta el día de la resurrección. No tenía nada que esperar sino de la existencia, y los castigos que amenazaban el vicio, como las satisfacciones que acompañaban la virtud, pertenecían exclusivamente a este mundo.

La filosofía del judío o, mejor dicho, su eudemonismo, fue sencillo. Dijo con el Eclesiastés: «He llegado a la conclusión de que no hay felicidad sino en alegrarse y en darse bienestar durante la vida» (Eclesiastés, 3. 12). Realista de este modo, buscó desarrollarse satisfaciendo sus deseos lo mejor que podía. No le correspondía sino un número limitado de años: quiso gozar de ellos, y no fueron las satisfacciones morales las que pidió sino los goces materiales, capaces de embellecer y suavizar su existencia. Puesto que el paraíso no existía, no podía esperar de Dios, como recompensa por su fidelidad y su piedad, sino favores tangibles: no promesas vagas, buenas para buscadores del más allá, sino realizaciones concretas, expresadas en forma de un acrecentamiento de fortuna y un aumento del bienestar. Si el judío se veía frustrado de las ventajas que pensaba ser debidas a su lealtad, su alma estaba profundamente perturbada. Con Job, prefería creer que había pecado sin saberlo y que, después de hacerle expiar sus culpas mediante la pobreza, Iahvé lo trataría como este mismo Job, a quien fue otorgado «el doble de todo lo que había tenido» (Job, 42. 10).

Por no tener esperanza alguna de compensación futura, el judío no podía resignarse ante las desgracias de la vida. Sólo muy tarde pudo consolarse de sus males soñando en las beatitudes celestiales. A los flagelos que lo alcanzaban, no contestaba ni con el fatalismo del musulmán ni con la resignación del cristiano: contestaba con la revuelta. Ya que estaba en posesión de un ideal concreto, lo quería realizar, y todo lo que demoraba su advenimiento provocaba su ira.

Los pueblos que han creído en el más allá, los que han alimentado dulces y conservadoras quimeras y se han dejado adormecer con el sueño de la eternidad y los que han tenido el dogma de la recompensa y el castigo --del paraíso y el infierno--, todos estos pueblos han aceptado la pobreza y la enfermedad agachando la cabeza. El sueño de la felicidad futura los ha sostenido y han aceptado, sin furor, sus úlceras y sus privaciones. [...]Han consentido, en espera de las felicidades paradisíacas, doblegarse sin quejarse ante el fuerte que tiraniza.

[...] La fe en la inmortalidad del alma aconseja la resignación. Esto es tan cierto que se ve la intransigencia judaica apaciguarse a medida que se afirma en Israel el dogma de la inmortalidad.

Pero esta idea de la continuidad y persistencia de la personalidad no contribuyó de ninguna manera a la formación del ser moral entre los judíos. [...]

Fue la idea de contrato la que dominó toda la teología de Israel. Cuando el judío cumplía con sus compromisos para con Iavhé, exigía reciprocidad. [...] Por ello se aferraba a la ejecución íntegra de las obligaciones recíprocas: quería que entre él y su Dios se colocaran balanzas precisas. Tenía una exacta contabilidad de sus obligaciones y de sus derechos. [...]

El hombre a quien alaba el judío no es el santo, ni el resignado, sino el justo. El hombre caritativo no existe para los de Judá. No puede ser cuestión de caridad en Israel, sino solamente de justicia: la limosna no pasa de una restitución. [...]

De esta concepción, en los tiempos primitivos de Israel, salió la ley del talión. Evidentemente, espíritus sencillos, penetrados de la idea de justicia, debían fatalmente de llegar a: «Ojo por ojo, diente por diente».

[...] Todas las escuelas proféticas estaban penetradas de tales pensamientos. Los profetas se creían enviados para luchar por el advenimiento de la justicia. Lo que más les llamaba la atención era evidentemente la desigualdad de las condiciones. Mientras hubiera pobres y ricos, no se podría esperar el reinado de la equidad. [...]

A su vuelta de Babilonia, la población judía formó un número considerable de pobres, justos, piadosos, humildes y santos. Gran parte de los Salmos salió de este medio. Estos salmos son, casi todos, diatribas violentas contra los ricos. [...]

El rico es el malo. Es un hombre de violencia y de sangre. Es hipócrita, pérfido y orgulloso. Hace el mal sin motivo. Es despreciable, pues oprime y devora al pobre. Pero su gran crimen es el de no respetar la justicia: tiene jueces corruptos que condenan a priori al pobre.

Excitados por las palabras de sus poetas los ebionim no se adormecían en su miseria y no se complacían de sus males. No se resignaban a la pobreza. Por el contrario, soñaban en el día que los vengaría de las iniquidades y oprobio, en el día en que el malo sería abatido y el justo, exaltado: el día del Mesías. [...]

Por lo tanto, la concepción que los judíos se hicieron de la vida y la muerte suministró el primer elemento de su espíritu revolucionario. Partiendo de la idea que el bien, vale decir lo justo, debía realizarse no ultratumba --puesto que ultratumba hay sueño hasta la resurrección del cuerpo--, sino durante la vida, buscaron la justicia y, perpetuamente insatisfechos al no encontrarla nunca, se agitaron para tenerla.

Fue su concepción de la divinidad la que les dio el segundo elemento. Los llevó a concebir la igualdad de los hombres y hasta la anarquía: anarquía teórica y sentimental ésta, puesto que siempre tuvieron un gobierno, pero anarquía real, ya que este gobierno, cualquiera fuera, nunca lo aceptaron de buena gana (pp. 240 a 247).



La explicación continúa, pero me extendería demasiado si la completo.

Lazare llega a la conclusión de que



el reproche de los antisemitas parece fundado: el judío tiene espíritu revolucionario. Consciente o no, es un agente de revolución (p. 257).



Sin embargo, hay gran diferencia entre ser agente y ser la causa detonante de una revolución. En la ya mencionada Reforma, por ejemplo, los judíos habrían participado activamente como auxiliares, pero no habrían sido ellos quienes la planearon. "Aquí está --dice Lazare desde la p. 262



lo que debe separar al historiador imparcial del antisemita. El antisemita dice: el judío es el «preparador, el maquinador, el ingeniero jefe de las revoluciones». El historiador se limita a estudiar la parte que al judío, dado su espíritu, su carácter y la naturaleza de su filosofía y su religión, correspondió en el proceso y los movimientos revolucionarios.



En los tiempos del Lazare, y aun en los nuestros, ser comunista político equivale a ser revolucionario político. Si a esta sentencia le adosamos la conclusión expresada en el párrafo anterior, pocas dudas nos quedarán respecto de la pasión que sienten los judíos por el comunismo, pasión que no es nueva para ellos:



Las instituciones llamadas mosaicas se inspiraron en principios socialistas (p. 239).



Pero ¿quién negaría que los judíos son los más avezados capitalistas? Así,



se puede decir que los judíos están en los dos polos de la sociedad contemporánea. Estuvieron entre los fundadores del capitalismo industrial y financiero y han protestado con la más extrema vehemencia contra el capital (p. 268).



¿Cómo entender el terrible odio que profesaron por los judíos los alemanes de principios del siglo XX? En principio, leyendo el siguiente pasaje:



En Alemania, el papel de los judíos fue enorme. Provocaron la promulgación de todas las leches favorables al comercio del oro, al ejercicio de la usura y a la especulación. Fueron ellos los que se aprovecharon de la abolición (en 1867) de las antiguas leyes restrictivas de la tasa del interés. Suscitaron la ley de junio de 1870, que liberó las sociedades por acciones del control del Estado. Después de la guerra franco-prusiana, fueron los especuladores más audaces (p. 288).



El error de los alemanes, según Lazare, fue el de suponer que porque los principales capitalistas de Alemania eran judíos, entonces todos los judíos de Alemania eran capitalistas.



Los judíos lo poseen todo, se dijo. Y judío, después de haber sido el equivalente de embustero, engañador y usurero, se convirtió en sinónimo de rico. Todo judío es poseedor, tal fue la creencia común. Hay en esto un profundo error. La inmensa mayoría de los judíos, casi siete de cada ocho, viven en una pobreza extrema (pp. 288-9).



El nazi, enajenado en su odio pero tan materialista como el judío, asesinaba a los primeros siete pero ni molestaba, soborno mediante, al octavo.

Dijimos que, al menos hasta la Revolución Francesa, los judíos fueron más bien auxiliares de los grandes burgueses que no grandes burgueses ellos mismos, pero esta situación se modificó radicalmente en tan sólo un siglo. ¿Cómo lograron los judíos, y en tan poco tiempo, trepar hasta el máximo escalafón de la burguesía? Sencillo: desde el momento en que se les permitió competir de igual a igual con los burgueses cristianos, era inevitable que los judíos medraran. Algunos de ellos, comenta Lazare,



se complacen en decir que deben su supremacía económica a su superioridad intelectual. Esto no es exacto o, por lo menos, habría que ponerse de acuerdo acerca de dicha superioridad. En la sociedad burguesa, fundada en la explotación del capital y en la explotación por el capital, en que la fuerza del oro es dominante y en que el agiotismo y la especulación son todopoderosos, el judío indudablemente está mejor dotado que cualquier otro para lograr el éxito. Si bien fue degradado por la práctica del mercantilismo, esta práctica le ha dado, a lo largo de los siglos, calidades que se han tornado preponderantes en la nueva organización. Es frío y calculador, enérgico y flexible, perseverante y paciente, lúcido y exacto, y todas estas calidades las ha heredado de sus antepasados los manejadores de ducados y los traficantes. Si se dedica al comercio y las finanzas, se beneficia con su educación secular y atávica, que no lo ha hecho más inteligente, como su vanidad lo declara, sino más apto para ciertas funciones.

En la lucha industrial, está mejor dotado individualmente --hablo de modo general-- que sus competidores y, en situaciones iguales, debe tener éxito porque sus armas son mejores. No necesita recurrir al fraude, quiero decir recurrir a él más que los que lo rodean: sus capacidades especiales y hereditarias son suficientes para asegurarle la victoria.

Pero estas dotes personales no bastan, con todo, para explicar el predominio judío. También hay linajes de mercaderes cristianos. Parte de la burguesía ha recibido como herencia calidades muy semejantes a las que poseen los judíos y podrían así, según parece, detener su empuje. Hay otras causas más profundas, que pertenecen a la vez al carácter judío y a la constitución de las naciones contemporáneas.

La sociedad burguesa entera está fundada en la competencia individualista. En el campo de las luchas diarias por la vida, nos ofrece el espectáculo de individuos que combaten ásperamente unos contra otros, vale decir de unidades aisladas que pelean ardorosamente por la victoria, con procedimientos puramente individuales. En esta sociedad, el estrecho concepto darwiniano de la lucha por la vida es el que impera. Es su espíritu el que gobierna a cada hombre. Se admite tácitamente que el triunfo debe pertenecer al más fuerte, al que mejor organizado ésta, al que física y mentalmente está mejor adaptado a las condiciones sociales de existencia. Todo el esfuerzo de solidaridad, de unión y de acuerdo se hace fuera de esta clase, cuyos historiadores, filósofos y economistas sólo admiten el esfuerzo individual, y la burguesía capitalista sólo reencuentra el instinto de solidaridad contra los enemigos comunes de todos sus miembros: contra el proletariado y contra los que atacan el capital. Suponed, en estas organizaciones egoístas, colectividades fuertemente estructuradas de ciudadanos dotados, desde hace siglos, de espíritu de asociación, en los cuales el tiempo ha desarrollado el sentimiento de unión y que conocen, atávica y prácticamente, las ventajas que pueden sacar de dicha unión: es indudable que tales federaciones estarán, si ejercen su actividad en el mismo sentido que los individuos aislados y desunidos que la rodean, en mejores condiciones y podrán conseguir una victoria más fácil. Ahora bien: esta es exactamente la situación de los burgueses judíos en los estados modernos. Quieren conquistar los mismos bienes que lo burgueses cristianos. Evolucionan en el mismo campo de acción. Son tan ásperos, tan ávidos, tan deseosos de gozar y tan ajenos a la justicia que no sea la justicia de casta y la justicia de defensa contra las clases dominadas. Son, por fin, tan profundamente inmorales, en el sentido de que sólo consideran las ventajas que pueden procurarse y que su única regla de vida es la conquista de los bienes materiales, al máximo de los cuales cada uno aspira. Pero, en esta batalla de cada día, el judío que, individualmente, ya está mejor dotado, como hemos visto, une sus virtudes semejantes, acrecienta sus fuerzas juntándolas en haces y, fatalmente, debe alcanzar antes que sus rivales la meta buscada. En medio de la burguesía desunida, cuyos miembros están en lucha perpetua, los judíos son seres solidarios. Tal es el secreto de su triunfo (pp. 290 a 292).



Incluso los judíos emancipados, que



han roto los marcos estrechos de las antiguas sinagogas y han abandonado la legislación de las comunidades de antes, no han olvidado la solidaridad. Después de haber requerido su sentido y después de haberlo conservado por el hábito, no han podido perderlo ni perdiendo la fe, pues la solidaridad se ha convertido en ellos en instinto social y los instintos sociales, lentamente formados, no desaparecen sino lentamente. [...] La minoría judía es una minoría organizada. [...] Es una asociación de pequeños grupos fuertemente ensamblados, que se sostienen mutuamente. Cualquier judío encontrará, cuando lo pida, la asistencia de sus correligionarios, con tal que se lo sienta dedicado a la colectividad judía. Pues, si parece hostil, no recogerá sino hostilidad. El judío, aun cuando ha dejado la sinagoga, sigue formando parte de la masonería judía --en el sentido general que se atribuye a esta palabra--, de la camarilla judía, si se prefiere.

Constituidos en un cuerpo solidario, los judíos se ubican más fácilmente en la sociedad actual, relajada y desunida. Si los millones de cristianos que los rodean practicaran el apoyo mutuo en lugar de la lucha egoísta, la influencia del judío quedaría inmediatamente aniquilada. Pero no la practican y el judío debe, si no dominar --es éste el término que emplean los antisemitas-- conseguir el máximo de las ventajas sociales y ejercer esta suerte de supremacía contra la cual protesta el antisemitismo, sin poder con eso abolirla, pues depende no sólo de la clase burguesa judía sino también de la clase burguesa cristiana.

Cuando el capitalista cristiano se debe eliminar o suplantar por el capitalista judío, resulta de tal situación una violenta animosidad [...].

Si siempre se tiene presente la idea de la solidaridad judía y el hecho de que los judíos son una minoría organizada, se concluirá que el antisemitismo es en parte una lucha entre los ricos: un combate entre los detentadores del capital. En efecto, es el cristiano rico --el capitalista, el comerciante, el industrial y el financista-- el que resulta perjudicado por los judíos, y no el proletariado, que no padece por el patronato judío más que por el patronato católico, más bien al contrario, pues aquí importa el número de los patrones, y no son los judíos lo que constituye el mayor número. Es esto lo que explica por qué el antisemitismo es una opinión burguesa y por qué está tampoco difundido, salvo como vago prejuicio, en el pueblo y en la clase obrera (pp. 297-9).



Téngase muy en cuenta este último párrafo a la hora de analizar los comentarios antisemitas del magnate norteamericano Henry Ford que citaré aquí cuando termine con Lazare. Ford era un encendido nacionalista,



y si el antisemitismo económico debe mirarse como una expresión de las luchas intestinas del capital, no hay que perder de vista que es también una manifestación de la oposición del capital nacional y el capital extranjero.

En la base del antisemitismo de nuestros días como del antijudaísmo del siglo XIII se encuentran el horror y el odio por el extranjero. Es ésta la causa fundamental de todo antisemitismo (pp. 302 y 307).



¿Por qué será que los capitalistas cristianos, hoy en día, ya no despotrican tanto contra los capitalistas judíos? Pues porque se aliaron provisoriamente contra el proletariado. Así, se cumple la profecía que lanzara Lazare en el final de su ensayo:



En la lucha que está trabada entre el proletariado y la sociedad industrial y financiera, tal vez se vea a los capitalistas judíos y cristianos olvidarse de su antagonismo y unirse contra el enemigo común. Sin embargo, si las condiciones sociales actuales debieran perdurar, no se produciría sino una tregua (p. 316).



La que no se ha cumplido (aún) es la profecía última y más anhelada de Lazare: la desaparición del capitalismo, que implicaría a su vez la desaparición del antisemitismo:



Del combate que se desarrolla precedentemente, no parece que el capital salga vencedor. Fundada en la mentira, el interés, el egoísmo, la injusticia y el dolo, la sociedad actual está destinada a perecer. Por brillante que parezca y por resplandeciente, refinada y soberbia que sea, la muerte la espera. Moralmente, está condenada. La burguesía que detenta la fuerza política por detentar la fuerza económica vanamente empleará sus poderes y llamará a todos los ejércitos que la defienden, a todos los tribunales que la amparan y a todos los códigos que la protegen. No podrá resistir las leyes inflexibles que, día tras día, tienden a sustituir la propiedad capitalista por la propiedad común.

Todo concurre a acarrear este resultado. Con sus propias manos, la clase de los poseedores se está desgarrando. Si una categoría de poseedores quiere egoístamente defenderse, combate inconscientemente contra sí misma y por el advenimiento de sus enemigos. Toda lucha intestina de los detentadores del capital no puede ser útil sino a la revolución. Al denunciar los capitales judíos, los capitalistas cristianos se denuncian a sí mismos y contribuyen a zapar los cimientos de este Estado del que son los más ardientes defensores. [...] El antisemitismo excita la clase media, el pequeño burgués y, a veces, el campesino contra los capitalistas judíos, pero así los lleva suavemente al socialismo, los prepara para la anarquía y suscita en ellos el odio de todos los capitalistas y, sobre todo, del capital.

Así, inconscientemente, el antisemitismo prepara su propia ruina. Lleva en sí el germen de su destrucción, y esto ineludiblemente, puesto que, al abrir el camino para el socialismo y el comunismo, trabaja para eliminar no sólo las causas económicas sino también las causas religiosas y nacionales que lo engendraron y que desaparecerán con la sociedad actual de la que son productos.

Tal es el destino probable del antisemitismo contemporáneo. He intentado mostrar cómo se vinculaba con el antiguo antijudaísmo, cómo había crecido y cuáles habían sido sus manifestaciones. He tratado de determinar sus motivos y, después de haberlos establecido, he querido prever su porvenir. Desde todo punto de vista, me parece destinado a perecer y perecerá por todas las razones que he indicado: porque el judío va transformándose, porque las condiciones religiosas, políticas, sociales y económicas van cambiando y, sobre todo, porque es una de las manifestaciones persistentes y últimas del viejo espíritu de reacción y estrecho conservadorismo, que trata vanamente de detener la evolución revolucionaria.



Bernard Lazare, El antisemitismo (Buenos Aires, La Bastilla, 1974), párrafos finales.

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4 comentarios:

  1. creo que no puedo leer todo esto. como judía, y con las evidencias en contra de mucho de lo que aquí cuentas, en mi propia persona y en la de mis abuelos, creo que no puedo. lo siento.

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  2. No todos los judíos son iguales, necesariamente se habla aquí en forma general. Desde luego que habrá millones de judíos que no sean avaros ni resentidos. Perdón si la he ofendido.

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  3. Solo puedo sacar una conclusión y es que el antisemitismo no existirá mas porque lo que lo origina tiene un conflicto de intereses que los une. Todo, esto partiendo de que asumo que permanecerá el status quo en la sociedad.

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  4. asesinos de cristo, infiltracion en la vida nacional de otros pueblos, control de los medios politicos y de comunicacion..es la definicion de la forma de vida de los judios.el antisimitismo busca desarraigar esto desde epocas de los reyes catolicos, y ahora en el siglo 20 mas reciente, ni franceses, ingleses movieron ni un dedo por ellos durante la segunda guerra mundial.ahora hay que reconocer que las medidas del regimen nasionalsocialista fueron excesivas.

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